por el Élder Tad R. CallisterEl élder Tad R. Callister es miembro del Segundo Quórum de los Setenta.
¿Cómo podemos nosotros, como maestros del Evangelio restaurado, enseñar eficazmente la sublime y profunda doctrina de la Expiación? ¿Cómo lo han hecho los Profetas? ¿Y qué podemos aprender de ellos?
Aunque a lo largo del tiempo los profetas han reflejado diversos talentos y singulares habilidades para enseñar, se repiten una y otra vez ciertos principios básicos en sus ministerios docentes. A continuación se presentan algunas técnicas de enseñanza y recursos, que utilizaron los profetas para explicar la doctrina de la Expiación y sus infinitas implicaciones.
UN TIRO ESPIRITUAL CON EL ARCO
El Rey Benjamín convocó a sus súbditos, pero no para pasar un día de diversión. Si alguno había venido con dedales espirituales para recibir su palabra, él se apresuró a informarles de la necesidad de contar con recipientes mucho más grandes: “no os he mandado subir hasta aquí para tratar livianamente las palabras que os hable, sino para que me escuchéis, y abráis vuestros oídos para que podáis oír, y vuestros corazones para que podáis entender, y vuestras mentes para que los misterios de Dios sean desplegados a vuestra vista” (Mosíah 2:9; énfasis añadido). Su introducción fue un tiro de advertencia de que los oídos debían estar en sintonía espiritual y los corazones enternecidos para recibir el mensaje de importancia suprema que estaba a punto de darse. Entonces dio uno de los sermones más magistrales jamás ofrecidos acerca de la Expiación. Años después, el élder Bruce R. McConkie comenzó su inolvidable sermón sobre el sacrificio expiatorio con estas profundas palabras: “Siento, y el Espíritu parece afirmar, que la doctrina más importante que puedo declarar y el testimonio más poderoso que puedo dar, es el del sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo”.
Al igual que el Rey Benjamín, sentó primero las bases antes de presentar su inspirado mensaje. Como resultado, los oídos estuvieron más atentos, las mentes se enfocaron más, y los corazones permitieron recibir el caudal espiritual que estaba a punto de darse. Para muchos, el impacto de estos mensajes cambió sus vidas. Los que oyeron las palabras del Rey Benjamín clamaron a una voz, “creemos todas las palabras que nos has hablado; y. . . no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2).
Estos profetas comenzaron sus sermones lanzando un tiro espiritual con el arco. Fue un aviso, una llamada de atención, de que el mensaje que estaba a punto de darse merecía mucho más que la casual atención del oyente. Requería de un intenso estado de alerta de todas sus facultades espirituales. ¿Por qué? Porque estos profetas sabían que la hermosa y a la vez difícil doctrina de la Expiación sólo pueden comprenderla los que están espiritualmente preparados. Sus mensajes son conmovedores recordatorios del tono espiritual que debemos establecer antes de que comencemos a enseñar lo que Robert L. Millet llama “la doctrina de las doctrinas”.
SENTANDO LAS BASES
Una persona jamás podría dominar Cálculo antes de dominar álgebra. Se requiere un cierto orden de eventos en el proceso de aprendizaje. Isaías enseñó, “¿A quién se enseñará ciencia, o a quién se hará entender doctrina?”. Entonces, dio la simple y a la vez profunda formula para dominar las doctrinas de la Iglesia: “línea sobre línea” (Isaías 28:9–10). El presidente Ezra Taft Benson enseñó, “Nadie sabe, adecuada y debidamente, por qué necesita a Cristo hasta que comprenda y acepte la doctrina de la Caída y su efecto sobre toda la humanidad”.
Los alumnos rápidamente aprenden la imposibilidad de comprender adecuadamente la Expiación sin entender primero la Caída. Lehi dio un discurso magnífico sobre la Expiación (véase 2 Nefi 2). En él, primero explicó las condiciones que existían en el Jardín de Edén.
Entonces, siguió su introducción con un resumen conciso de por qué vino el Salvador: “El Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de redimir a los hijos de los hombres de la caída” (2 Nefi 2:26). Así aprendemos que la Expiación era necesaria para corregir ciertas condiciones traídas por la Caída (es decir, la muerte física y espiritual). Alma, al aconsejar a su hijo desobediente Coriantón, dijo, “percibo que hay algo más que inquieta tu mente, algo que no puedes comprender, y es concerniente a la justicia de Dios en el castigo del pecador.” Entonces, dijo, “He aquí, hijo mío, te explicaré esto”. (Alma 42:1–2). En los siguientes once versículos, Alma sentó las bases para su respuesta detallando las condiciones en el Jardín de Edén y las consecuencias de la Caída. Sólo entonces pasó a explicar las relaciones entre la justicia, la misericordia y la Expiación.
Debido a la necesidad de comprender la Caída antes de que podamos comprender plenamente los propósitos de la Expiación, he encontrado la siguiente tabla, útil en ayudar a los alumnos a captar cómo la Expiación corrige o redime las consecuencias “negativas” de la Caída:
EL LIBRO DE MORMÓN VIENE AL RESCATE
Las doctrinas de la Caída y de la Expiación son la pieza central del Cristianismo; sin embargo, existen muchos conceptos erróneos con respecto a sus principios subyacentes porque a la Biblia, inspirada como lo es, se le “han quitado muchas cosas claras y preciosas” (1 Nefi 13:28) de sus manuscritos originales. Como resultado de ello, “muchísimos tropiezan, sí, de tal modo que Satanás tiene gran poder sobre ellos” (1 Nefi 13:29). El élder McConkie una vez ofreció el siguiente desafío: “Elijan las cien doctrinas del Evangelio más básicas, y debajo de cada doctrina hagan dos columnas paralelas, una encabezada Biblia y la otra Libro de Mormón. Entonces pongan en estas columnas lo que cada libro dice acerca de cada doctrina. El resultado final mostrará, sin duda alguna, que en el 95 por cien de los casos, la enseñanza del Libro de Mormón es más clara, más sencilla, más amplia y mejor que la palabra bíblica. Si existe duda alguna en la mente de cualquiera en cuanto a esto, que haga la prueba, una prueba personal”.
En ningún otro aspecto se aplica más esta invitación que en cuanto a la Expiación. Sin el Libro de Mormón, han surgido muchos conceptos erróneos en el mundo cristiano con respecto a esta doctrina clave. Por ejemplo:
Primer concepto erróneo: Muchos enseñan que Adán y Eva habrían tenido hijos si se les hubiese permitido quedarse. Tras su transgresión en el jardín, el Señor dijo “con dolor darás a luz los hijos” (Génesis 3:16). Consecuentemente, algunos han interpretado esto como que si no hubiese ocurrido, Adán y Eva habrían tenido hijos sin dolor en el Jardín de Edén. Pero el Libro de Mormón revela la verdad: “Y no hubieran tenido hijos” (2 Nefi 2:23; Moisés 5:11).
Segundo concepto erróneo: Algunos enseñan que Adán y Eva vivían en un estado de dicha—de inigualable gozo—en el jardín. De nuevo, el Libro de Mormón enseña la verdad: “Habrían permanecido en un estado de inocencia, sin tener gozo, porque no conocían la miseria” (2 Nefi 2:23). Como resultado de los primeros dos conceptos erróneos, gran parte del mundo cristiano cree que la Caída fue un trágico paso hacia atrás. Inocentemente, pero incorrectamente, llegaron a la conclusión de que si Adán no hubiese caído, todos habríamos nacido en el Jardín de Edén, para vivir posteriormente en un estado de eterna dicha. Tal razonamiento, sin embargo, habría negado la necesidad de la Expiación, un evento que fue preordenado en la vida premortal (véase éter 3:14). Así lo atestiguó Juan cuando habló del Salvador como el “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8).
Tercer concepto erróneo: Existen aquellos que enseñan que por causa de la Caída, Todos los niños vienen marcados con el pecado original. Mormón dio una mordaz reprimenda a los que tenían esa creeencia: “sé que es una solemne burla ante Dios que bauticéis a los niños pequeños”. Citó al Salvador al explicar la razón: “la maldición de Adán les es quitada en mí, de modo que no tiene poder sobre ellos” (Moroni 8:8, 9).
Cuarto concepto erróneo: Algunos creen que sólo la gracia nos salva, sin importar nuestras obras. Nefi pone las doctrinas de la fe y las obras en su perspectiva adecuada: “pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23; énfasis añadido). No nos ganamos la salvación, mas Nefi enseñó que debemos contribuir con lo mejor que tengamos para ofrecer. C. S. Lewis dio en el clavo, al tratar el eterno debate entre la fe y las obras: “Me parece que es como preguntar cuál de las dos hojas en unas tijeras es más necesaria”.
Quinto concepto erróneo: Otra falacia es que la Resurrección física del Salvador es tan sólo simbólica y que seremos resucitados sin las “limitaciones” de un cuerpo físico. Alma, sin embargo, no dejó ninguna duda acerca de la naturaleza corpórea de la Resurrección: “El alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma. . . sí, ni un cabello de la cabeza se perderá” (Alma 40:23).
Sexto concepto erróneo: Muchas personas enseñan que la Expiación no tiene el poder de transformarnos en dioses; de hecho, según ellos, tal modo de pensar es una blasfemia. El Salvador mismo, sin embargo, extendió la invitación divina: “¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy” (3 Nefi 27:27). El ultimo capítulo del Libro de Mormón refuerza esta elevada doctrina: “Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él. . . por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo” (Moroni 10:32–33).
Aunque Nefi sabía que muchas verdades claras y preciosas serían quitadas de la Biblia, también sabía que el Libro de Mormón, entre otros escritos sagrados, vendría al rescate: “Estos últimos anales que has visto entre los gentiles, establecerán la verdad de los primeros, los cuales son los de los doce apóstoles del Cordero, y darán a conocer las cosas claras y preciosas que se les han quitado” (1 Nefi 13:40).
El presidente Ezra Taft Benson habló de la absoluta necesidad del Libro de Mormón para comprender la divinidad y la Expiación del Salvador: “Muchos en el mundo cristiano hoy rechazan la divinidad del Salvador. Cuestionan Su nacimiento milagroso, Su vida perfecta y la realidad de Su gloriosa Resurrección. El Libro de Mormón enseña en términos claros e inconfundibles acerca de la verdad de todos estos conceptos. Proporciona también la más completa explicación de la doctrina de la Expiación. Verdaderamente, este libro divinamente inspirado es clave, al dar testimonio al mundo de que Jesús es el Cristo”.
El Libro de Mormón es una mina de oro al descubrir las magníficas verdades de la Expiación. Los siguientes no son sino un ejemplo de los muchos capítulos repletos de “pepitas de oro” para los que están dispuestos a buscarlas:
2 Nefi 2 (Lehi) Alma 40 y 42 (Alma)
2 Nefi 9 (Jacob) Helamán 14 (Samuel)
Mosíah 2–5 (Rey Benjamin) 3 Nefi 11 (the Savior)
Alma 34 (Amulek) Moroni 10 (Moroni)
Al deleitarnos en las palabras del Libro de Mormón, conectaremos los puntos espirituales que desvelan el glorioso cuadro del sacrificio expiatorio del Salvador.
EL PODER DE UNA BUENA PREGUNTA
¿Cómo es infinita la Expiación del Salvador? ¿El Salvador sufrió por los pecados tanto en el Jardín de Getsemaní como en la cruz? ¿Podría él, un hombre perfecto, entender lo que es tener debilidades—lo que es ser rechazado? ¿Había un plan de reserva si él escogía no llevarla a cabo? ¿Podría una persona sufrir por sus propios pecados y ser redimido?
El poder de una buena pregunta es de inestimable valor. En muchas formas, es como un reloj despertador para nuestra mente que nos despierta de nuestro adormecimiento mental. Es un catalizador que le da un arranque a nuestros motores mentales. Causa que se muevan las ruedas cerebrales, y provoca en nosotros una cierta inquietud, una ansiedad que detona una fijación en el tema en cuestión, hasta que viene el alivio, solamente en la forma de una respuesta que es tanto satisfactoria a la mente como aceptable al corazón. Hasta que no venga esa respuesta, es como contemplar un cuadro torcido sin poder enderezarlo, o trabajar en un rompecabezas que le falta una pieza—existe un irresistible impulso de enderezar el cuadro y de encontrar y colocar la última pieza del rompecabezas en su lugar correcto. Hasta que eso no ocurre, la mente de uno esta “acelerada”; considerando todas las opciones, sopesando, tamizando y clasificando hasta que viene la respuesta. Existe una tremenda diferencia entre que a uno se le diga la respuesta y que la descubra. Es algo así como recibir un cuadro a diferencia de pintarlo, recibir un libro comparado con escribirlo, o escuchar el concierto para piano número 3 de Rachmaninoff en vez de interpretarlo. El descubrir la respuesta trae consigo una inmensa satisfacción, otorga sentido de propiedad, y deja una huella permanente en nuestra memoria, y no un dato pasajero.
Hay muchas clases de preguntas. Hay preguntas acerca de datos para adquirir información de antecedentes o hechos; sin embargo, tales indagaciones son un medio y no un fin. Por ejemplo: ¿Dónde nació el Salvador? ¿Cuánto tiempo estuvo en el Jardín de Getsemaní? Estas preguntas sirven de ayuda para preparar el terreno, pero de por sí, hacen poco para agitar las emociones humanas o para avivar la toma de decisión en el ser humano. No obstante, un conocimiento de datos a menudo es un requisito necesario para descubrir las verdades mayores.
Hay preguntas que instan a una auto evaluación. La pregunta de Dios a Adán, “¿Dónde estás tú?” (Génesis 3:9) era más que una averiguación sobre la ubicación física de Adán. También era una pregunta en cuanto a la situación espiritual de Adán. El punto culminante del sermón de Alma al pueblo de Zarahemla consistió en once preguntas seguidas e introspectivas, tales como, “¿Habéis nacido espiritualmente de Dios? ¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros? ¿Habéis experimentado este gran cambio en vuestros corazones?” (Alma 5:14). Un maestro atento podría hacer preguntas similares que requirieran una auto evaluación de la fe y la dignidad de uno mismo: ¿Crees que puedes estar totalmente limpio de tus pecados gracias al infinito sacrifico del Salvador? ¿Tienes fe en que Su Expiación provee un remedio para cada uno de tus pecados, debilidades, flaquezas y defectos? ¿Tienes un corazón quebrantado y un espíritu contrito?
Existen otras preguntas que elevan nuestro nivel de compromiso. El Señor le preguntó tres veces a Pedro, “¿Me amas?” (Juan 21:15–17). Sin duda, Pedro respondió cada vez con mayor pasión—un compromiso aun mayor hacia el Santo. Los maestros podrían hacer preguntas similares: ¿Amamos al Salvador lo suficiente como para perdonar a los demás así como él nos perdona a nosotros? ¿Agradecemos Su sacrificio al grado de que estamos dispuestos a consagrarlo todo para adelantar Su causa?”
Las preguntas también pueden ser respuestas efectivas. Coriantón, con respecto a la venida de Cristo, se preguntaba “por qué se deben saber estas cosas tan anticipadamente”. La respuesta que su padre Alma dio fue una serie de preguntas: “He aquí te digo, ¿no es un alma tan preciosa para Dios ahora, como lo será en el tiempo de su venida? ¿No es tan necesario que el plan de redención se dé a conocer a este pueblo, así como a sus hijos?” (Alma 39:17–18). Supongan que un alumno preguntase, “¿Tiene la Expiación carácter retroactivo? ¿Podrían las personas del Antiguo Testamento recibir sus beneficios antes de que se pagara el precio?” Al resistirse a la tentación de dar la respuesta inmediata, un maestro sabio podría responder con otra pregunta, “¿Tenemos algo en nuestra sociedad actual que nos permita disfrutar de los beneficios antes de pagar el precio?” En la conversación tal vez se mencionaría la tarjeta de crédito como un ejemplo. Este resultado podría conducir al hecho de que el crédito del Salvador era “oro” puro en la existencia premortal, porque él siempre cumplió con Su palabra. Por consiguiente, bajo las leyes de la justicia, los beneficios de Su Expiación podrían disfrutarse antes de pagarse el precio, porque no había duda de que él pagaría “la factura” cuando se le presentara en el jardín y en la cruz (véase el encabezamiento de Alma 39 y Mosíah 3:13).
Una buena pregunta a menudo puede servir como plataforma para un sermón o para un análisis en la clase. Así lo fue para Amulek, quien discernió “que el gran interrogante que ocupa vuestras mentes es si la palabra está en el Hijo de Dios, o si no ha de haber Cristo” (Alma 34:5). En respuesta, Amulek impartió su maravilloso sermón sobre la infinita naturaleza de la Expiación.
Y MUCHO MÁS
¿Cómo hace un simple mortal para entender y captar el amor y sacrificio de infinitas proporciones del Salvador? Por supuesto, un mortal no puede hacerlo plenamente. Pero los profetas han hecho todo lo posible para ayudar a acortar las distancias, comparando la Expiación a dos de las más apasionadas y amorosas relaciones conocidas por la humanidad, y después sugiriendo que es todo esto y más, mucho más.
Un ejemplo trata el relato de Abraham e Isaac. Al hablar del sacrificio de Isaac por parte de Abraham, Jacob indica que el evento era “una semejanza de Dios y de su Hijo Unigénito” (Jacob 4:5; énfasis añadido). Para un padre sería difícil, si no imposible, contemplar mayor prueba que la de sacrificar a su hijo amado, el mismo por el cual vendrían las bendiciones de la eternidad. ¿Qué padre no puede tener empatía con Abraham cuando ató a su hijo y luego extendió el cuchillo para derramar la sangre de su hijo prometido? El dolor debió ser muy agudo, las emociones desgarradoras, al levantar él su mano para hundir fatalmente el cuchillo. Pero en ese momento, el ángel de la guarda lo libera: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Génesis 22:12). Entonces Abraham encontró un carnero trabado en un zarzal para ser el “cordero pascual” en lugar de su hijo; pero para nuestro Padre Celestial, no hubo ningún carnero trabado en un zarzal, ningún ángel de la guarda para detener la mano de la muerte. El sacrificio de nuestro Padre sería todo a lo que Abraham se enfrentó, y mucho más.
Isaías sabía que no había amor como el de una madre por su hijo, al que está criando. Así pues preguntó, “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz?” Dicha posibilidad, por improbable que pudiera ser, la utilizó como medida espiritual para demostrar que el amor infinito de Dios abarca el amor de una madre—y mucho más: “Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida” (Isaías 49:15–16). No fuera que hubiese alguna duda, las marcas de los clavos de la cruz serían un recordatorio tangible de que Su amor trascendía aun el amor de una madre por su hijo.
Estos ejemplos causan que sondeemos hacia lo más profundo de nuestras reservas emocionales. Son como unas ventanas hacia lo infinito. Aunque no podamos comprender plenamente, nos ayudan momentáneamente a contemplar el inquebrantable amor del Padre y del Hijo.
LA DOCTRINA PURA DE LA EXPIACIÓN
Tal vez el discurso más magistral sobre la Expiación en las escrituras reveladas fue el que dio el Rey Benjamín (Mosíah 2–5). En sus propias palabras dijo, “os he hablado claramente para que podáis entender” (2:40). Con claridad y concisión, procedió línea a línea, verso a verso con tan convincente lógica y un testimonio tan intransigente que no pueden ser refutados por la mente ni el espíritu. Este sermón es un misil espiritual lanzado con precisión de láser al centro del alma. Es como si los que no están en sintonía espiritual recibieran las maravillosas verdades expiatorias de forma no diluida, deseando una transfusión espiritual de doctrina pura. No hay necesidad de colaboración de fuentes externas ni de evidencias históricas. No hace falta nada de eso porque estos Santos espiritualmente maduros están listos y ansiosos por recibir la doctrina expiatoria en su dosis total. Y la reciben.
A continuación, se expone la doctrina de la Expiación de la forma más concisa y precisa que pueda expresarla. Tal vez cuando estemos espiritualmente preparados y nuestros alumnos estén espiritualmente listos, podamos, como el Rey Benjamín, dar la dosis total y “contarlo claramente” de manera que “el que la predica y el que la recibe se comprenden el uno al otro, y ambos son edificados y se regocijan juntamente” (D. y C. 50:22).
La doctrina de la Expiación es la doctrina más celestial, que más abre la mente, y más apasionada que este mundo o universo jamás conocerá. Es esta doctrina la que da vida, aliento y sustancia a cada principio y ordenanza del Evangelio. Es la reserva espiritual que nutre los manantiales de la fe, que provee los poderes limpiadores hacia las aguas bautismales, y que abastece el bálsamo curativo al alma herida. Es el punto central de la santa cena, del templo y de otras ordenanzas del Evangelio. Es el fundamento de roca sobre el cual se basa toda esperanza en esta vida y en la eternidad.
Por definición, la Expiación es la misión preordenada del Salvador. Es ese amor mostrado, ese poder manifestado, y ese sufrimiento soportado por Jesucristo en los tres sitios principales, a saber, el Jardín de Getsemaní, la cruz del Calvario y la tumba de Arimatea. Es el acto universal de suprema sumisión en el que el Salvador cedió completamente Su voluntad a la de Su Padre.
La Expiación se hizo necesaria por la Caída de Adán. Lehi escribió, “El Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de redimir a los hijos de los hombres de la caída” (2 Nefi 2:26). La transgresión de Adán recibió el nombre de la Caída porque Adán y Eva cayeron de la presencia de Dios y, además, cayeron de la inmortalidad a la mortalidad. Así que, uno de los objetivos principales de la Expiación fue el de redimir a los hombres y mujeres de las consecuencias negativas de la Caída. El Salvador hizo esto en parte al morir en la cruz y consecuentemente trayendo la Resurrección a todos. Pablo así testificó: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22).
Además, El Salvador sufrió por los pecados de todos, según lo evidencia el que él sangrara por todos Sus poros, acto que trajo la condición del arrepentimiento. A través de Sus azotes, podemos ser sanados. Tan completo es el proceso de sanación que Isaías enseñó, “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18).
La Expiación tiene aun otro objetivo; no es sólo para redimirnos (es decir, para reconciliar la Caída) sino para perfeccionarnos. La Expiación fue diseñada para hacer más que devolvernos al punto de inicio, más que “hacer borrón y cuenta nueva”, más que hacernos inocentes. Fue diseñada para proveernos de investiduras celestiales que nos ayudarían a lograr la perfección como la de Dios. ¿Cómo se logra eso? Por la Expiación, somos limpios en las aguas del bautismo. Gracias a esa limpieza, tenemos derecho a recibir el don del Espíritu Santo; y con ese don, tenemos derecho a los dones del Espíritu (o sea, conocimiento, paciencia, amor, etc.), cada uno siendo un atributo de la deidad. Así, al adquirir los dones del Espíritu, posibilitados por el poder limpiador de la Expiación, adquirimos los atributos de Dios.
Debido a su naturaleza expansiva y comprensiva, se le ha referido a la Expiación, por algunos profetas del Libro de Mormón, como una “Expiación infinita” (2 Nefi 9:7; 2 Nefi 25:16; Alma 34:10, 12).
Fue infinita en divinidad en tanto que la efectuó el Santo, el hijo Unigénito de Dios, que poseía todos los atributos divinos de forma inmedible (D. y C. 109:77).
Fue infinita en poder en tanto que el Salvador fue el único que poseía los tres poderes necesarios para salvarnos y exaltarnos, a saber, el poder de resucitarnos de los muertos, el poder de redimirnos de nuestros pecados, y el poder para investirnos con los atributos de Dios (Juan 11:25; Alma 12:15; Moroni 10:32–33).
Fue infinita en tiempo, tanto para el futuro como para el pasado (Alma 34). Como lo declaró el Rey Benjamín, “quienes creyesen que Cristo habría de venir, esos mismos recibiesen la remisión de sus pecados. . . aun como si él ya hubiese venido entre ellos” (Mosíah 3:13).
Fue infinita en cobertura, ya que proveyó la resurrección para todas las cosas vivientes y, además, la oportunidad de la redención y la perfección para todas las personas de todos los mundos de los cuales el Salvador fue el creador (D. y C. 76:23–24, 40–43).
Fue infinita en profundidad; no sólo a quiénes cubría sino también lo que cubría. El Salvador “descendió debajo de todo” (D. y C. 88:6), queriendo decir que descendió debajo de todos nuestros pecados para que aun “los más viles pecadores” (Mosíah 28:4) y “los más perdidos de todos los hombres” (Alma 24:11) pudieran ser redimidos por Su misericordia. Además, Su sacrificio descendió debajo de toda situación humana, aun la que no esté relacionada con el pecado. Por consiguiente, él comprende la soledad de la viuda; él entiende el agonizante dolor de los padres cuando los hijos van por mal camino; y él puede tener empatía con el atroz dolor del cáncer y todas las demás debilitantes enfermedades del hombre. Por muy difícil que pueda concebirse, él, un hombre perfecto, entiende el rechazo y las debilidades de los mortales. No existe condición temporal, por muy fea o dantesca que pueda parecer, que haya escapado de Su alcance. Nadie podrá decir en el juicio final, “Tú no comprendiste mi situación específica”, porque sí la entiende. él “comprende todas las cosas” (Alma 26:35) porque él “descendió debajo de todo” (D. y C. 88:6). No sólo tiene una infinita reserva de poderes redentores, sino que también tiene una infinita reserva de poderes remediadores. No sólo nos redime de nuestros peores pecados, sino que también tiene el poder de remediar nuestro dolor más pequeño o nuestra debilidad más insignificante. él es el Maestro Sanador, el Maestro Consejero, el Maestro Consolador. No hay dolor que él no pueda aliviar, rechazo que no pueda mitigar, soledad que no pueda consolar, ni debilidad que no pueda fortalecer. Sea cual sea la aflicción que el mundo nos cause, él tiene un remedio con poder sanador superior. Su Expiación es infinita porque limita y abarca toda condición finita conocida por los mortales.
Su Expiación es infinita en sufrimiento. El Salvador hablo de esa terrible y amarga copa, “padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor” (D. y C. 19:18). Comenzó en Getsemaní, donde en agonía sangró por cada poro, y concluyó en el Calvario, donde clamó, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Lo soportó todo él solo—toda situación humana. Sus poderes divinos no fueron un escudo en contra de Su sufrimiento; al contrario, cuando la cumbre del dolor hubiera detonado el mecanismo de alivio de la muerte o de la inconsciencia en un simple mortal, el Salvador invocó Sus poderes divinos, no para inmunizarse a Sí mismo, sino para detener tal mecanismo de alivio hasta que él no hubiese sufrido el dolor por todas las personas de todos los mundos. Sólo entonces pondría Su vida voluntariamente.
Finalmente, Su Expiación fue infinita en Amor, tanto el del Padre como el del Hijo. La mente humana no puede captar plenamente tal amor. Esto es parte de lo sagrado y de la belleza del evento. Debe ser sentido, no sólo razonado. Algún día comprenderemos la divina declaración: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). Entonces, toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Cristo.
El Salvador es nuestra única esperanza de salvación y exaltación. No existe ningún hombre “reserva”, forma alternativa, ni plan de contingencia. Como enseñó el Rey Benjamín, “No se dará otro nombre, ni otra senda ni medio, por el cual la salvación llegue a los hijos de los hombres, sino en el nombre de Cristo, el Señor Omnipotente” (Mosíah 3:17).
En el proceso de Su sacrificio supremo, el Salvador satisfizo toda demanda de la justicia y ejerció toda partícula de la misericordia. él pagó el terrible precio, el infinito precio, para redimirnos y perfeccionarnos. él es nuestro Salvador, nuestro Redentor y nuestro Ejemplo.
LA EXPIACIÓN EN UN INVERNADERO ESPIRITUAL
La doctrina de la Expiación es como una buena semilla plantada en la tierra; sin embargo, si la semilla no es nutrida y enseñada en un ambiente de espiritualidad, gratitud y testimonio, jamás florecerá para el que la contempla. A veces, la manera en que decimos algo es tan importante como lo que tenemos que decir.
Cuando el Salvador concluyó el Sermón del Monte, “la gente se admiraba de su doctrina”, y entonces la escrituras nos indican por qué: “porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:28–29). Nefi dio la misma receta para enseñar eficazmente: “Cuando un hombre habla por el poder del Santo Espíritu, el poder del Espíritu Santo lo lleva al corazón de los hijos de los hombres” (2 Nefi 33:1).
Algunos maestros pueden ser cuidadores de la clase o estar vigilando el reloj hasta que se acabe la hora; algunos pueden entretener; otros dan información de datos y hechos; otros son motivadores; y algunos son esos inolvidables maestros que son catalizadores espirituales—aquellos que hablan con un poder que no sólo nos motiva momentáneamente a hacer buenas obras, sino que causa permanentemente un cambio en nuestro corazón. La doctrina de la Expiación prospera con tal tipo de clima espiritual—es sol y agua en un solo medio. No hay sustituto para el Espíritu—no hay ninguna otra técnica compensatoria de enseñanza, pues sólo por el Espíritu puede la doctrina de la Expiación cobrar vida plena.
Las expresiones de amorosa gratitud aumentan la nutrición de la semilla, derriban defensas, causan una significativa reflexión y engendran una atmósfera de humildad y receptividad a la verdad. Quién puede escuchar las conmovedoras palabras de gratitud expresadas por el élder McConkie en su sermón de despedida y no sentir algún tipo de relación con el Salvador y eterna gratitud por Su incomparable sacrificio: “Yo soy uno de Sus testigos, y dentro de poco sentiré las marcas de los clavos en sus manos y en Sus pies y mojaré Sus pies con mis lágrimas”.
Una y otra vez, a la doctrina de la Expiación la acompaña el poder del testimonio. Amulek valientemente declaró: “He aquí, os digo que yo sé que Cristo vendrá entre los hijos de los hombres para tomar sobre sí las transgresiones de su pueblo, y que expiará los pecados del mundo, porque el Señor Dios lo ha dicho” (Alma 34:8); sin embargo, en ninguna parte es más poderoso el testimonio que el expresado por el mismo Salvador: “He bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo, con lo cual me he sometido a la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio” (3 Nefi 11:11). Testimonios como estos causan fuego en nuestros huesos, causan que tiemble nuestro espíritu, y dejan grabada la palabra de Dios en nuestro corazón.
En un ambiente como el anteriormente indicado, los profetas han lanzado desafíos que cambian la vida. Fue Jacob quien dio el poderoso desafío: “¿por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él, así como el conocimiento de una resurrección y del mundo venidero?” (Jacob 4:12). Al dar el Rey Benjamín su ultimo sermón, dijo a sus oyentes: “Si creéis toda estas cosas, mirad que las hagáis” (Mosíah 4:10). La respuesta de sus “alumnos espirituales” fue milagrosa. Se regocijaron “con un gozo tan sumamente grande” y prometieron “estamos dispuestos a concertar un convenio con nuestro Dios de hacer su voluntad y ser obedientes a sus mandamientos. . . todo el resto de nuestros días” (Mosíah 5:4–5). ¿Qué más podría desear un maestro?
Espíritu, gratitud, testimonio y desafío—estos son los agentes nutrientes del invernadero espiritual que permiten que la doctrina de la Expiación prospere y florezca con radiante belleza. Para enseñar esta doctrina, se requiere lo más alto y lo mejor de nosotros—nuestros poderes más creativos, nuestro espíritu más sumiso y nuestras mejores facultades intelectuales; pues, en verdad, es la doctrina más profunda y conmovedora que jamás tendremos el privilegio de enseñar.
¿Cómo podemos nosotros, como maestros del Evangelio restaurado, enseñar eficazmente la sublime y profunda doctrina de la Expiación? ¿Cómo lo han hecho los Profetas? ¿Y qué podemos aprender de ellos?
Aunque a lo largo del tiempo los profetas han reflejado diversos talentos y singulares habilidades para enseñar, se repiten una y otra vez ciertos principios básicos en sus ministerios docentes. A continuación se presentan algunas técnicas de enseñanza y recursos, que utilizaron los profetas para explicar la doctrina de la Expiación y sus infinitas implicaciones.
UN TIRO ESPIRITUAL CON EL ARCO
El Rey Benjamín convocó a sus súbditos, pero no para pasar un día de diversión. Si alguno había venido con dedales espirituales para recibir su palabra, él se apresuró a informarles de la necesidad de contar con recipientes mucho más grandes: “no os he mandado subir hasta aquí para tratar livianamente las palabras que os hable, sino para que me escuchéis, y abráis vuestros oídos para que podáis oír, y vuestros corazones para que podáis entender, y vuestras mentes para que los misterios de Dios sean desplegados a vuestra vista” (Mosíah 2:9; énfasis añadido). Su introducción fue un tiro de advertencia de que los oídos debían estar en sintonía espiritual y los corazones enternecidos para recibir el mensaje de importancia suprema que estaba a punto de darse. Entonces dio uno de los sermones más magistrales jamás ofrecidos acerca de la Expiación. Años después, el élder Bruce R. McConkie comenzó su inolvidable sermón sobre el sacrificio expiatorio con estas profundas palabras: “Siento, y el Espíritu parece afirmar, que la doctrina más importante que puedo declarar y el testimonio más poderoso que puedo dar, es el del sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo”.
Al igual que el Rey Benjamín, sentó primero las bases antes de presentar su inspirado mensaje. Como resultado, los oídos estuvieron más atentos, las mentes se enfocaron más, y los corazones permitieron recibir el caudal espiritual que estaba a punto de darse. Para muchos, el impacto de estos mensajes cambió sus vidas. Los que oyeron las palabras del Rey Benjamín clamaron a una voz, “creemos todas las palabras que nos has hablado; y. . . no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2).
Estos profetas comenzaron sus sermones lanzando un tiro espiritual con el arco. Fue un aviso, una llamada de atención, de que el mensaje que estaba a punto de darse merecía mucho más que la casual atención del oyente. Requería de un intenso estado de alerta de todas sus facultades espirituales. ¿Por qué? Porque estos profetas sabían que la hermosa y a la vez difícil doctrina de la Expiación sólo pueden comprenderla los que están espiritualmente preparados. Sus mensajes son conmovedores recordatorios del tono espiritual que debemos establecer antes de que comencemos a enseñar lo que Robert L. Millet llama “la doctrina de las doctrinas”.
SENTANDO LAS BASES
Una persona jamás podría dominar Cálculo antes de dominar álgebra. Se requiere un cierto orden de eventos en el proceso de aprendizaje. Isaías enseñó, “¿A quién se enseñará ciencia, o a quién se hará entender doctrina?”. Entonces, dio la simple y a la vez profunda formula para dominar las doctrinas de la Iglesia: “línea sobre línea” (Isaías 28:9–10). El presidente Ezra Taft Benson enseñó, “Nadie sabe, adecuada y debidamente, por qué necesita a Cristo hasta que comprenda y acepte la doctrina de la Caída y su efecto sobre toda la humanidad”.
Los alumnos rápidamente aprenden la imposibilidad de comprender adecuadamente la Expiación sin entender primero la Caída. Lehi dio un discurso magnífico sobre la Expiación (véase 2 Nefi 2). En él, primero explicó las condiciones que existían en el Jardín de Edén.
Entonces, siguió su introducción con un resumen conciso de por qué vino el Salvador: “El Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de redimir a los hijos de los hombres de la caída” (2 Nefi 2:26). Así aprendemos que la Expiación era necesaria para corregir ciertas condiciones traídas por la Caída (es decir, la muerte física y espiritual). Alma, al aconsejar a su hijo desobediente Coriantón, dijo, “percibo que hay algo más que inquieta tu mente, algo que no puedes comprender, y es concerniente a la justicia de Dios en el castigo del pecador.” Entonces, dijo, “He aquí, hijo mío, te explicaré esto”. (Alma 42:1–2). En los siguientes once versículos, Alma sentó las bases para su respuesta detallando las condiciones en el Jardín de Edén y las consecuencias de la Caída. Sólo entonces pasó a explicar las relaciones entre la justicia, la misericordia y la Expiación.
Debido a la necesidad de comprender la Caída antes de que podamos comprender plenamente los propósitos de la Expiación, he encontrado la siguiente tabla, útil en ayudar a los alumnos a captar cómo la Expiación corrige o redime las consecuencias “negativas” de la Caída:
EL LIBRO DE MORMÓN VIENE AL RESCATE
Las doctrinas de la Caída y de la Expiación son la pieza central del Cristianismo; sin embargo, existen muchos conceptos erróneos con respecto a sus principios subyacentes porque a la Biblia, inspirada como lo es, se le “han quitado muchas cosas claras y preciosas” (1 Nefi 13:28) de sus manuscritos originales. Como resultado de ello, “muchísimos tropiezan, sí, de tal modo que Satanás tiene gran poder sobre ellos” (1 Nefi 13:29). El élder McConkie una vez ofreció el siguiente desafío: “Elijan las cien doctrinas del Evangelio más básicas, y debajo de cada doctrina hagan dos columnas paralelas, una encabezada Biblia y la otra Libro de Mormón. Entonces pongan en estas columnas lo que cada libro dice acerca de cada doctrina. El resultado final mostrará, sin duda alguna, que en el 95 por cien de los casos, la enseñanza del Libro de Mormón es más clara, más sencilla, más amplia y mejor que la palabra bíblica. Si existe duda alguna en la mente de cualquiera en cuanto a esto, que haga la prueba, una prueba personal”.
En ningún otro aspecto se aplica más esta invitación que en cuanto a la Expiación. Sin el Libro de Mormón, han surgido muchos conceptos erróneos en el mundo cristiano con respecto a esta doctrina clave. Por ejemplo:
Primer concepto erróneo: Muchos enseñan que Adán y Eva habrían tenido hijos si se les hubiese permitido quedarse. Tras su transgresión en el jardín, el Señor dijo “con dolor darás a luz los hijos” (Génesis 3:16). Consecuentemente, algunos han interpretado esto como que si no hubiese ocurrido, Adán y Eva habrían tenido hijos sin dolor en el Jardín de Edén. Pero el Libro de Mormón revela la verdad: “Y no hubieran tenido hijos” (2 Nefi 2:23; Moisés 5:11).
Segundo concepto erróneo: Algunos enseñan que Adán y Eva vivían en un estado de dicha—de inigualable gozo—en el jardín. De nuevo, el Libro de Mormón enseña la verdad: “Habrían permanecido en un estado de inocencia, sin tener gozo, porque no conocían la miseria” (2 Nefi 2:23). Como resultado de los primeros dos conceptos erróneos, gran parte del mundo cristiano cree que la Caída fue un trágico paso hacia atrás. Inocentemente, pero incorrectamente, llegaron a la conclusión de que si Adán no hubiese caído, todos habríamos nacido en el Jardín de Edén, para vivir posteriormente en un estado de eterna dicha. Tal razonamiento, sin embargo, habría negado la necesidad de la Expiación, un evento que fue preordenado en la vida premortal (véase éter 3:14). Así lo atestiguó Juan cuando habló del Salvador como el “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8).
Tercer concepto erróneo: Existen aquellos que enseñan que por causa de la Caída, Todos los niños vienen marcados con el pecado original. Mormón dio una mordaz reprimenda a los que tenían esa creeencia: “sé que es una solemne burla ante Dios que bauticéis a los niños pequeños”. Citó al Salvador al explicar la razón: “la maldición de Adán les es quitada en mí, de modo que no tiene poder sobre ellos” (Moroni 8:8, 9).
Cuarto concepto erróneo: Algunos creen que sólo la gracia nos salva, sin importar nuestras obras. Nefi pone las doctrinas de la fe y las obras en su perspectiva adecuada: “pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23; énfasis añadido). No nos ganamos la salvación, mas Nefi enseñó que debemos contribuir con lo mejor que tengamos para ofrecer. C. S. Lewis dio en el clavo, al tratar el eterno debate entre la fe y las obras: “Me parece que es como preguntar cuál de las dos hojas en unas tijeras es más necesaria”.
Quinto concepto erróneo: Otra falacia es que la Resurrección física del Salvador es tan sólo simbólica y que seremos resucitados sin las “limitaciones” de un cuerpo físico. Alma, sin embargo, no dejó ninguna duda acerca de la naturaleza corpórea de la Resurrección: “El alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma. . . sí, ni un cabello de la cabeza se perderá” (Alma 40:23).
Sexto concepto erróneo: Muchas personas enseñan que la Expiación no tiene el poder de transformarnos en dioses; de hecho, según ellos, tal modo de pensar es una blasfemia. El Salvador mismo, sin embargo, extendió la invitación divina: “¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy” (3 Nefi 27:27). El ultimo capítulo del Libro de Mormón refuerza esta elevada doctrina: “Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él. . . por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo” (Moroni 10:32–33).
Aunque Nefi sabía que muchas verdades claras y preciosas serían quitadas de la Biblia, también sabía que el Libro de Mormón, entre otros escritos sagrados, vendría al rescate: “Estos últimos anales que has visto entre los gentiles, establecerán la verdad de los primeros, los cuales son los de los doce apóstoles del Cordero, y darán a conocer las cosas claras y preciosas que se les han quitado” (1 Nefi 13:40).
El presidente Ezra Taft Benson habló de la absoluta necesidad del Libro de Mormón para comprender la divinidad y la Expiación del Salvador: “Muchos en el mundo cristiano hoy rechazan la divinidad del Salvador. Cuestionan Su nacimiento milagroso, Su vida perfecta y la realidad de Su gloriosa Resurrección. El Libro de Mormón enseña en términos claros e inconfundibles acerca de la verdad de todos estos conceptos. Proporciona también la más completa explicación de la doctrina de la Expiación. Verdaderamente, este libro divinamente inspirado es clave, al dar testimonio al mundo de que Jesús es el Cristo”.
El Libro de Mormón es una mina de oro al descubrir las magníficas verdades de la Expiación. Los siguientes no son sino un ejemplo de los muchos capítulos repletos de “pepitas de oro” para los que están dispuestos a buscarlas:
2 Nefi 2 (Lehi) Alma 40 y 42 (Alma)
2 Nefi 9 (Jacob) Helamán 14 (Samuel)
Mosíah 2–5 (Rey Benjamin) 3 Nefi 11 (the Savior)
Alma 34 (Amulek) Moroni 10 (Moroni)
Al deleitarnos en las palabras del Libro de Mormón, conectaremos los puntos espirituales que desvelan el glorioso cuadro del sacrificio expiatorio del Salvador.
EL PODER DE UNA BUENA PREGUNTA
¿Cómo es infinita la Expiación del Salvador? ¿El Salvador sufrió por los pecados tanto en el Jardín de Getsemaní como en la cruz? ¿Podría él, un hombre perfecto, entender lo que es tener debilidades—lo que es ser rechazado? ¿Había un plan de reserva si él escogía no llevarla a cabo? ¿Podría una persona sufrir por sus propios pecados y ser redimido?
El poder de una buena pregunta es de inestimable valor. En muchas formas, es como un reloj despertador para nuestra mente que nos despierta de nuestro adormecimiento mental. Es un catalizador que le da un arranque a nuestros motores mentales. Causa que se muevan las ruedas cerebrales, y provoca en nosotros una cierta inquietud, una ansiedad que detona una fijación en el tema en cuestión, hasta que viene el alivio, solamente en la forma de una respuesta que es tanto satisfactoria a la mente como aceptable al corazón. Hasta que no venga esa respuesta, es como contemplar un cuadro torcido sin poder enderezarlo, o trabajar en un rompecabezas que le falta una pieza—existe un irresistible impulso de enderezar el cuadro y de encontrar y colocar la última pieza del rompecabezas en su lugar correcto. Hasta que eso no ocurre, la mente de uno esta “acelerada”; considerando todas las opciones, sopesando, tamizando y clasificando hasta que viene la respuesta. Existe una tremenda diferencia entre que a uno se le diga la respuesta y que la descubra. Es algo así como recibir un cuadro a diferencia de pintarlo, recibir un libro comparado con escribirlo, o escuchar el concierto para piano número 3 de Rachmaninoff en vez de interpretarlo. El descubrir la respuesta trae consigo una inmensa satisfacción, otorga sentido de propiedad, y deja una huella permanente en nuestra memoria, y no un dato pasajero.
Hay muchas clases de preguntas. Hay preguntas acerca de datos para adquirir información de antecedentes o hechos; sin embargo, tales indagaciones son un medio y no un fin. Por ejemplo: ¿Dónde nació el Salvador? ¿Cuánto tiempo estuvo en el Jardín de Getsemaní? Estas preguntas sirven de ayuda para preparar el terreno, pero de por sí, hacen poco para agitar las emociones humanas o para avivar la toma de decisión en el ser humano. No obstante, un conocimiento de datos a menudo es un requisito necesario para descubrir las verdades mayores.
Hay preguntas que instan a una auto evaluación. La pregunta de Dios a Adán, “¿Dónde estás tú?” (Génesis 3:9) era más que una averiguación sobre la ubicación física de Adán. También era una pregunta en cuanto a la situación espiritual de Adán. El punto culminante del sermón de Alma al pueblo de Zarahemla consistió en once preguntas seguidas e introspectivas, tales como, “¿Habéis nacido espiritualmente de Dios? ¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros? ¿Habéis experimentado este gran cambio en vuestros corazones?” (Alma 5:14). Un maestro atento podría hacer preguntas similares que requirieran una auto evaluación de la fe y la dignidad de uno mismo: ¿Crees que puedes estar totalmente limpio de tus pecados gracias al infinito sacrifico del Salvador? ¿Tienes fe en que Su Expiación provee un remedio para cada uno de tus pecados, debilidades, flaquezas y defectos? ¿Tienes un corazón quebrantado y un espíritu contrito?
Existen otras preguntas que elevan nuestro nivel de compromiso. El Señor le preguntó tres veces a Pedro, “¿Me amas?” (Juan 21:15–17). Sin duda, Pedro respondió cada vez con mayor pasión—un compromiso aun mayor hacia el Santo. Los maestros podrían hacer preguntas similares: ¿Amamos al Salvador lo suficiente como para perdonar a los demás así como él nos perdona a nosotros? ¿Agradecemos Su sacrificio al grado de que estamos dispuestos a consagrarlo todo para adelantar Su causa?”
Las preguntas también pueden ser respuestas efectivas. Coriantón, con respecto a la venida de Cristo, se preguntaba “por qué se deben saber estas cosas tan anticipadamente”. La respuesta que su padre Alma dio fue una serie de preguntas: “He aquí te digo, ¿no es un alma tan preciosa para Dios ahora, como lo será en el tiempo de su venida? ¿No es tan necesario que el plan de redención se dé a conocer a este pueblo, así como a sus hijos?” (Alma 39:17–18). Supongan que un alumno preguntase, “¿Tiene la Expiación carácter retroactivo? ¿Podrían las personas del Antiguo Testamento recibir sus beneficios antes de que se pagara el precio?” Al resistirse a la tentación de dar la respuesta inmediata, un maestro sabio podría responder con otra pregunta, “¿Tenemos algo en nuestra sociedad actual que nos permita disfrutar de los beneficios antes de pagar el precio?” En la conversación tal vez se mencionaría la tarjeta de crédito como un ejemplo. Este resultado podría conducir al hecho de que el crédito del Salvador era “oro” puro en la existencia premortal, porque él siempre cumplió con Su palabra. Por consiguiente, bajo las leyes de la justicia, los beneficios de Su Expiación podrían disfrutarse antes de pagarse el precio, porque no había duda de que él pagaría “la factura” cuando se le presentara en el jardín y en la cruz (véase el encabezamiento de Alma 39 y Mosíah 3:13).
Una buena pregunta a menudo puede servir como plataforma para un sermón o para un análisis en la clase. Así lo fue para Amulek, quien discernió “que el gran interrogante que ocupa vuestras mentes es si la palabra está en el Hijo de Dios, o si no ha de haber Cristo” (Alma 34:5). En respuesta, Amulek impartió su maravilloso sermón sobre la infinita naturaleza de la Expiación.
Y MUCHO MÁS
¿Cómo hace un simple mortal para entender y captar el amor y sacrificio de infinitas proporciones del Salvador? Por supuesto, un mortal no puede hacerlo plenamente. Pero los profetas han hecho todo lo posible para ayudar a acortar las distancias, comparando la Expiación a dos de las más apasionadas y amorosas relaciones conocidas por la humanidad, y después sugiriendo que es todo esto y más, mucho más.
Un ejemplo trata el relato de Abraham e Isaac. Al hablar del sacrificio de Isaac por parte de Abraham, Jacob indica que el evento era “una semejanza de Dios y de su Hijo Unigénito” (Jacob 4:5; énfasis añadido). Para un padre sería difícil, si no imposible, contemplar mayor prueba que la de sacrificar a su hijo amado, el mismo por el cual vendrían las bendiciones de la eternidad. ¿Qué padre no puede tener empatía con Abraham cuando ató a su hijo y luego extendió el cuchillo para derramar la sangre de su hijo prometido? El dolor debió ser muy agudo, las emociones desgarradoras, al levantar él su mano para hundir fatalmente el cuchillo. Pero en ese momento, el ángel de la guarda lo libera: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Génesis 22:12). Entonces Abraham encontró un carnero trabado en un zarzal para ser el “cordero pascual” en lugar de su hijo; pero para nuestro Padre Celestial, no hubo ningún carnero trabado en un zarzal, ningún ángel de la guarda para detener la mano de la muerte. El sacrificio de nuestro Padre sería todo a lo que Abraham se enfrentó, y mucho más.
Isaías sabía que no había amor como el de una madre por su hijo, al que está criando. Así pues preguntó, “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz?” Dicha posibilidad, por improbable que pudiera ser, la utilizó como medida espiritual para demostrar que el amor infinito de Dios abarca el amor de una madre—y mucho más: “Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida” (Isaías 49:15–16). No fuera que hubiese alguna duda, las marcas de los clavos de la cruz serían un recordatorio tangible de que Su amor trascendía aun el amor de una madre por su hijo.
Estos ejemplos causan que sondeemos hacia lo más profundo de nuestras reservas emocionales. Son como unas ventanas hacia lo infinito. Aunque no podamos comprender plenamente, nos ayudan momentáneamente a contemplar el inquebrantable amor del Padre y del Hijo.
LA DOCTRINA PURA DE LA EXPIACIÓN
Tal vez el discurso más magistral sobre la Expiación en las escrituras reveladas fue el que dio el Rey Benjamín (Mosíah 2–5). En sus propias palabras dijo, “os he hablado claramente para que podáis entender” (2:40). Con claridad y concisión, procedió línea a línea, verso a verso con tan convincente lógica y un testimonio tan intransigente que no pueden ser refutados por la mente ni el espíritu. Este sermón es un misil espiritual lanzado con precisión de láser al centro del alma. Es como si los que no están en sintonía espiritual recibieran las maravillosas verdades expiatorias de forma no diluida, deseando una transfusión espiritual de doctrina pura. No hay necesidad de colaboración de fuentes externas ni de evidencias históricas. No hace falta nada de eso porque estos Santos espiritualmente maduros están listos y ansiosos por recibir la doctrina expiatoria en su dosis total. Y la reciben.
A continuación, se expone la doctrina de la Expiación de la forma más concisa y precisa que pueda expresarla. Tal vez cuando estemos espiritualmente preparados y nuestros alumnos estén espiritualmente listos, podamos, como el Rey Benjamín, dar la dosis total y “contarlo claramente” de manera que “el que la predica y el que la recibe se comprenden el uno al otro, y ambos son edificados y se regocijan juntamente” (D. y C. 50:22).
La doctrina de la Expiación es la doctrina más celestial, que más abre la mente, y más apasionada que este mundo o universo jamás conocerá. Es esta doctrina la que da vida, aliento y sustancia a cada principio y ordenanza del Evangelio. Es la reserva espiritual que nutre los manantiales de la fe, que provee los poderes limpiadores hacia las aguas bautismales, y que abastece el bálsamo curativo al alma herida. Es el punto central de la santa cena, del templo y de otras ordenanzas del Evangelio. Es el fundamento de roca sobre el cual se basa toda esperanza en esta vida y en la eternidad.
Por definición, la Expiación es la misión preordenada del Salvador. Es ese amor mostrado, ese poder manifestado, y ese sufrimiento soportado por Jesucristo en los tres sitios principales, a saber, el Jardín de Getsemaní, la cruz del Calvario y la tumba de Arimatea. Es el acto universal de suprema sumisión en el que el Salvador cedió completamente Su voluntad a la de Su Padre.
La Expiación se hizo necesaria por la Caída de Adán. Lehi escribió, “El Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de redimir a los hijos de los hombres de la caída” (2 Nefi 2:26). La transgresión de Adán recibió el nombre de la Caída porque Adán y Eva cayeron de la presencia de Dios y, además, cayeron de la inmortalidad a la mortalidad. Así que, uno de los objetivos principales de la Expiación fue el de redimir a los hombres y mujeres de las consecuencias negativas de la Caída. El Salvador hizo esto en parte al morir en la cruz y consecuentemente trayendo la Resurrección a todos. Pablo así testificó: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22).
Además, El Salvador sufrió por los pecados de todos, según lo evidencia el que él sangrara por todos Sus poros, acto que trajo la condición del arrepentimiento. A través de Sus azotes, podemos ser sanados. Tan completo es el proceso de sanación que Isaías enseñó, “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:18).
La Expiación tiene aun otro objetivo; no es sólo para redimirnos (es decir, para reconciliar la Caída) sino para perfeccionarnos. La Expiación fue diseñada para hacer más que devolvernos al punto de inicio, más que “hacer borrón y cuenta nueva”, más que hacernos inocentes. Fue diseñada para proveernos de investiduras celestiales que nos ayudarían a lograr la perfección como la de Dios. ¿Cómo se logra eso? Por la Expiación, somos limpios en las aguas del bautismo. Gracias a esa limpieza, tenemos derecho a recibir el don del Espíritu Santo; y con ese don, tenemos derecho a los dones del Espíritu (o sea, conocimiento, paciencia, amor, etc.), cada uno siendo un atributo de la deidad. Así, al adquirir los dones del Espíritu, posibilitados por el poder limpiador de la Expiación, adquirimos los atributos de Dios.
Debido a su naturaleza expansiva y comprensiva, se le ha referido a la Expiación, por algunos profetas del Libro de Mormón, como una “Expiación infinita” (2 Nefi 9:7; 2 Nefi 25:16; Alma 34:10, 12).
Fue infinita en divinidad en tanto que la efectuó el Santo, el hijo Unigénito de Dios, que poseía todos los atributos divinos de forma inmedible (D. y C. 109:77).
Fue infinita en poder en tanto que el Salvador fue el único que poseía los tres poderes necesarios para salvarnos y exaltarnos, a saber, el poder de resucitarnos de los muertos, el poder de redimirnos de nuestros pecados, y el poder para investirnos con los atributos de Dios (Juan 11:25; Alma 12:15; Moroni 10:32–33).
Fue infinita en tiempo, tanto para el futuro como para el pasado (Alma 34). Como lo declaró el Rey Benjamín, “quienes creyesen que Cristo habría de venir, esos mismos recibiesen la remisión de sus pecados. . . aun como si él ya hubiese venido entre ellos” (Mosíah 3:13).
Fue infinita en cobertura, ya que proveyó la resurrección para todas las cosas vivientes y, además, la oportunidad de la redención y la perfección para todas las personas de todos los mundos de los cuales el Salvador fue el creador (D. y C. 76:23–24, 40–43).
Fue infinita en profundidad; no sólo a quiénes cubría sino también lo que cubría. El Salvador “descendió debajo de todo” (D. y C. 88:6), queriendo decir que descendió debajo de todos nuestros pecados para que aun “los más viles pecadores” (Mosíah 28:4) y “los más perdidos de todos los hombres” (Alma 24:11) pudieran ser redimidos por Su misericordia. Además, Su sacrificio descendió debajo de toda situación humana, aun la que no esté relacionada con el pecado. Por consiguiente, él comprende la soledad de la viuda; él entiende el agonizante dolor de los padres cuando los hijos van por mal camino; y él puede tener empatía con el atroz dolor del cáncer y todas las demás debilitantes enfermedades del hombre. Por muy difícil que pueda concebirse, él, un hombre perfecto, entiende el rechazo y las debilidades de los mortales. No existe condición temporal, por muy fea o dantesca que pueda parecer, que haya escapado de Su alcance. Nadie podrá decir en el juicio final, “Tú no comprendiste mi situación específica”, porque sí la entiende. él “comprende todas las cosas” (Alma 26:35) porque él “descendió debajo de todo” (D. y C. 88:6). No sólo tiene una infinita reserva de poderes redentores, sino que también tiene una infinita reserva de poderes remediadores. No sólo nos redime de nuestros peores pecados, sino que también tiene el poder de remediar nuestro dolor más pequeño o nuestra debilidad más insignificante. él es el Maestro Sanador, el Maestro Consejero, el Maestro Consolador. No hay dolor que él no pueda aliviar, rechazo que no pueda mitigar, soledad que no pueda consolar, ni debilidad que no pueda fortalecer. Sea cual sea la aflicción que el mundo nos cause, él tiene un remedio con poder sanador superior. Su Expiación es infinita porque limita y abarca toda condición finita conocida por los mortales.
Su Expiación es infinita en sufrimiento. El Salvador hablo de esa terrible y amarga copa, “padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor” (D. y C. 19:18). Comenzó en Getsemaní, donde en agonía sangró por cada poro, y concluyó en el Calvario, donde clamó, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Lo soportó todo él solo—toda situación humana. Sus poderes divinos no fueron un escudo en contra de Su sufrimiento; al contrario, cuando la cumbre del dolor hubiera detonado el mecanismo de alivio de la muerte o de la inconsciencia en un simple mortal, el Salvador invocó Sus poderes divinos, no para inmunizarse a Sí mismo, sino para detener tal mecanismo de alivio hasta que él no hubiese sufrido el dolor por todas las personas de todos los mundos. Sólo entonces pondría Su vida voluntariamente.
Finalmente, Su Expiación fue infinita en Amor, tanto el del Padre como el del Hijo. La mente humana no puede captar plenamente tal amor. Esto es parte de lo sagrado y de la belleza del evento. Debe ser sentido, no sólo razonado. Algún día comprenderemos la divina declaración: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). Entonces, toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Cristo.
El Salvador es nuestra única esperanza de salvación y exaltación. No existe ningún hombre “reserva”, forma alternativa, ni plan de contingencia. Como enseñó el Rey Benjamín, “No se dará otro nombre, ni otra senda ni medio, por el cual la salvación llegue a los hijos de los hombres, sino en el nombre de Cristo, el Señor Omnipotente” (Mosíah 3:17).
En el proceso de Su sacrificio supremo, el Salvador satisfizo toda demanda de la justicia y ejerció toda partícula de la misericordia. él pagó el terrible precio, el infinito precio, para redimirnos y perfeccionarnos. él es nuestro Salvador, nuestro Redentor y nuestro Ejemplo.
LA EXPIACIÓN EN UN INVERNADERO ESPIRITUAL
La doctrina de la Expiación es como una buena semilla plantada en la tierra; sin embargo, si la semilla no es nutrida y enseñada en un ambiente de espiritualidad, gratitud y testimonio, jamás florecerá para el que la contempla. A veces, la manera en que decimos algo es tan importante como lo que tenemos que decir.
Cuando el Salvador concluyó el Sermón del Monte, “la gente se admiraba de su doctrina”, y entonces la escrituras nos indican por qué: “porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:28–29). Nefi dio la misma receta para enseñar eficazmente: “Cuando un hombre habla por el poder del Santo Espíritu, el poder del Espíritu Santo lo lleva al corazón de los hijos de los hombres” (2 Nefi 33:1).
Algunos maestros pueden ser cuidadores de la clase o estar vigilando el reloj hasta que se acabe la hora; algunos pueden entretener; otros dan información de datos y hechos; otros son motivadores; y algunos son esos inolvidables maestros que son catalizadores espirituales—aquellos que hablan con un poder que no sólo nos motiva momentáneamente a hacer buenas obras, sino que causa permanentemente un cambio en nuestro corazón. La doctrina de la Expiación prospera con tal tipo de clima espiritual—es sol y agua en un solo medio. No hay sustituto para el Espíritu—no hay ninguna otra técnica compensatoria de enseñanza, pues sólo por el Espíritu puede la doctrina de la Expiación cobrar vida plena.
Las expresiones de amorosa gratitud aumentan la nutrición de la semilla, derriban defensas, causan una significativa reflexión y engendran una atmósfera de humildad y receptividad a la verdad. Quién puede escuchar las conmovedoras palabras de gratitud expresadas por el élder McConkie en su sermón de despedida y no sentir algún tipo de relación con el Salvador y eterna gratitud por Su incomparable sacrificio: “Yo soy uno de Sus testigos, y dentro de poco sentiré las marcas de los clavos en sus manos y en Sus pies y mojaré Sus pies con mis lágrimas”.
Una y otra vez, a la doctrina de la Expiación la acompaña el poder del testimonio. Amulek valientemente declaró: “He aquí, os digo que yo sé que Cristo vendrá entre los hijos de los hombres para tomar sobre sí las transgresiones de su pueblo, y que expiará los pecados del mundo, porque el Señor Dios lo ha dicho” (Alma 34:8); sin embargo, en ninguna parte es más poderoso el testimonio que el expresado por el mismo Salvador: “He bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo, con lo cual me he sometido a la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio” (3 Nefi 11:11). Testimonios como estos causan fuego en nuestros huesos, causan que tiemble nuestro espíritu, y dejan grabada la palabra de Dios en nuestro corazón.
En un ambiente como el anteriormente indicado, los profetas han lanzado desafíos que cambian la vida. Fue Jacob quien dio el poderoso desafío: “¿por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él, así como el conocimiento de una resurrección y del mundo venidero?” (Jacob 4:12). Al dar el Rey Benjamín su ultimo sermón, dijo a sus oyentes: “Si creéis toda estas cosas, mirad que las hagáis” (Mosíah 4:10). La respuesta de sus “alumnos espirituales” fue milagrosa. Se regocijaron “con un gozo tan sumamente grande” y prometieron “estamos dispuestos a concertar un convenio con nuestro Dios de hacer su voluntad y ser obedientes a sus mandamientos. . . todo el resto de nuestros días” (Mosíah 5:4–5). ¿Qué más podría desear un maestro?
Espíritu, gratitud, testimonio y desafío—estos son los agentes nutrientes del invernadero espiritual que permiten que la doctrina de la Expiación prospere y florezca con radiante belleza. Para enseñar esta doctrina, se requiere lo más alto y lo mejor de nosotros—nuestros poderes más creativos, nuestro espíritu más sumiso y nuestras mejores facultades intelectuales; pues, en verdad, es la doctrina más profunda y conmovedora que jamás tendremos el privilegio de enseñar.
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