JOSEPH F. SMITH, LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, Y SUS VISIONES DE LOS MUERTOS
por Richard E. Bennett
Richard E. Bennett es profesor de Historia y Doctrina de la Iglesia en la Universidad de Brigham Young.
Mientras meditaba en estas cosas que están escritas, fueron abiertos los ojos de mi entendimiento, y el Espíritu del Señor descansó sobre mí, y vi las huestes de los muertos, pequeños así como grandes (D. y C. 138:11).
Los discursos de Joseph F. Smith con respecto a la vida, la muerte, y la guerra, son considerados hoy en día por los Santos de los Últimos Días como contribuciones profundamente importantes a la doctrina Mormona. El sexto Presidente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (sirvió del año 1901 al año 1918), sobrino de José Smith, y el fundador de la Iglesia, el Presidente Smith pronunció algunos de sus discursos más consoladores e importantes en los temas de la muerte y el sufrimiento durante los meses tristes de la Primera Guerra Mundial. Su discurso final, conocido como la “Visión de la redención de los muertos,” ahora canonizada como revelación por la Iglesia, permanece como la declaración Mormona autorizada de su época.
Aún hace falta escribir un estudio completo sobre el proceso histórico que trajo esta declaración doctrinal de la obscuridad a la esfera de las escrituras Mormonas modernas. Sin embargo, este ensayo tiene como propósito colocar este y otros discursos de la época en su contexto histórico, sugerir un lugar para ellos en el amplio tapete del pensamiento cristiano, y luchar por su aplicación completa como comentarios sobre la obra del templo, la guerra y otros temas diversos y muy importantes en su día. Así como les llevó años a los líderes de la Iglesia redescubrir el significado completo de las visiones que tuvo el Presidente Smith acerca de la redención de los muertos y su importancia completa como ayuda en la obra del tempo en la actualidad, de la misma forma, los historiadores Santos de los Últimos Días han sido lentos en visualizarlos como documentos importantes, como indicadores y comentarios de la época. Se deben agregar las visiones del Presidente Smith a los puntos de vista y comentarios de otros religiosos de su época que compartieron sus propias visiones al final de la guerra.
En una época en la cual se restringen las oraciones en las escuelas, si no es que se rechazan, “a la hora once del día once del mes once,” a los niños en todas las escuelas de Canadá, y en muchos de los países que forman la Comunidad Británica de Naciones, se les pide que inclinen la cabeza en señal de agradecimiento y en memoria de quienes murieron en la guerra. Hasta esta fecha el Día del Recuerdo, el 11 de noviembre, se observa como si fuera un Día de Reposo, con doblar de campanas en honor de quienes dieron la última y verdadera medida de devoción hacia la causa de Dios, del Rey y la patria. Los canadienses portan amapolas rojas en las solapas y por todo el país se congregan respetuosamente en los monumentos de guerra, cantan himnos, honran a las madres que perdieron hijos en el campo de batalla, y escuchan reverentemente el poema escrito por John McCrae durante los terribles días de la batalla de Ypres en la cual decenas de miles de hombres murieron en Bélgica en los campos de amapola en flor; el poema es el siguiente:
Florecen las amapolas en los campos de Flandes
Entre las cruces, que hilera por hilera
Marcan nuestro lugar; y en el cielo
Las alondras vuelan cantando alegremente
Aunque no se escuchen abajo a causa del ruido de las armas.
Somos los Muertos. Hace pocos días
Vivimos, sentimos la aurora, vimos brillar el ocaso;
Amamos y fuimos amados, y ahora
Yacemos en los campos de Flandes.
De nuestras manos lánguidas
Les pasamos la antorcha a ustedes
Para que la sostengan muy alto
Si fallan a la fe de quienes hemos muerto
No descansaremos, aunque florezcan las
Amapolas en los campos de Flandes.
De hecho, “no olvidemos,” que más de nueve millones de hombres uniformados e incontables legiones de civiles perecieron en los campos de batalla, en los buques de guerra, y en los campos asolados por las bombas de la Primera Guerra Mundial. Otros veintiún millones quedaron lisiados y desfigurados. Cualesquiera que hayan sido los motivos del conflicto, han sido eclipsados por los “repugnantes vapores de la matanza” que, como una plaga colgaron sobre el mundo durante cuatro años y medio.
Las terribles batallas del Marne, Ypres, Verdún, Somme, Vinny Ridge, Jutland, Passchendaele, Gallipoli, y otros más son nombres de lugares que son sinónimos de sufrimientos no mitigados por la matanza causada por la humanidad en lo que algunos han descrito como la guerra del siglo diecinueve que se peleó con armas del siglo veinte. Recuerden, que esa guerra fue testigo del horrible estancamiento de una guerra de trincheras prolongada y que desató los combates frente a frente en las “tierras de nadie” de Europa Occidental; de la introducción de los letales ataques submarinos de Alemania; las muertes en masa debido a los gases químicos; y los bombardeos aéreos en una escala alarmante. Con todo eso, la Gran Guerra, esa “guerra para acabar con todas las guerras” llegó a ser el catalizador y el trampolín para otro conflicto aun más mortífero una generación después. Y el 11 de noviembre de 1918, cuando llegó la conclusión por lo que se había orado tanto, se encontró con oraciones por la paz duradera, esperanzas de una Liga de las Naciones que pudiera garantizar la paz mundial, y discursos y visiones que hablaban de nuevas esperanzas y de nuevos sueños para un mundo arruinado.
LAS RESPUESTAS DE JOSEPH F. SMITH A LA GUERRA
Al compararla con las otras grandes religiones de la época, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, con una membrecía de unos cuantos cientos de miles de fieles y la mayoría viviendo en Utah y los estados vecinos, parecería ser una pequeña voz en una enorme catedral. Aunque cerca de quince mil Santos de los Últimos Días fueron a la guerra, principalmente en el Ejército de los Estados Unidos, el Mormonismo como religión no sufrió la tragedia de matar a los suyos, como sucedió en los lejanos campos de batalla de Europa en donde los católicos mataron a católicos y los luteranos acribillaron a luteranos. Con sus oficinas generales en la cumbre de las Montañas Rocallosas en el Oeste Americano, la Iglesia salió relativamente ilesa del infierno y los horrores de la guerra, de la misma forma que sucedió cincuenta años antes durante la Guerra Civil Norteamericana. Sin embargo, los líderes de la Iglesia tuvieron posiciones definidas hacia la guerra, algunas de las cuales fueron modificadas con el tiempo.
Con el repentino e inesperado inicio de la guerra y en respuesta a la solicitud del Presidente Woodrow Wilson de que se hicieran oraciones por la paz, Joseph F. Smith, un republicano confirmado, y sus consejeros en la Primera Presidencia, el consejo de mayor autoridad en la Iglesia, pidieron a toda la membresía que apoyaran al presidente de la nación y que oraran por la paz. “Deploramos las calamidades que les han sobrevenido a los pueblos en Europa,” declaró, “la terrible mortandad de valientes, los horribles sufrimientos de mujeres y niños, y todos los desastres que están aconteciendo en el mundo como consecuencia de los conflictos inminentes, y esperamos fervientemente y oramos que tengan una rápida solución.”
Su consejero, Charles W. Penrose, al hablar un poco después a nombre del Presidente Smith, no condenó a ninguna de las partes en la guerra: “Te pedimos, oh Señor, que veas con misericordia a esas naciones. No importa cual haya sido la causa que ocasionó los tumultos y conflictos que ahora existen, Te rogamos que concedas que se elimine para bien, para que llegue el tiempo en que, aunque se tambaleen tronos y caigan imperios, la liberación y la libertad puedan llegar sobre las naciones oprimidas de Europa y de todo el mundo.” Durante toda la guerra siguió este espíritu de que toda la Iglesia orara por la paz.
Al hablar en la conferencia general de la Iglesia un mes después del inicio de la guerra, el Presidente Smith expresó, por primera vez, su interpretación pública acerca de la guerra y sus causas. Aún asombrado por las noticias de las altísimas bajas que ya se habían infligido, reiteró su deseo por la paz, destacó el “deplorable” espectáculo de la guerra, y no le echó la culpa a Dios, sino que con toda claridad culpó a la falta de humanidad del hombre por el hombre, a las políticas deshonestas, a los acuerdos no respetados, y sobre todo, a las condiciones apóstatas que prevalecían en el cristianismo moderno. “Dios no propuso ni causó tal cosa,” él predicaba. “Es deplorable al cielo que tal condición exista entro los hombres.” Decidió no interpretar el conflicto en tonos económicos, políticos, o nacionalistas, siempre consideró que las causas eran el declive moral, el hundimiento religioso, y el rechazo mundial a aceptar el evangelio completo de Jesucristo. “Tenemos aquí nación contra nación en orden de combate,” dijo, “y en cada uno de estos países hay pueblos cristianos profesando adorar al mismo Dios, profesando creer en el mismo Redentor Divino . . . y con todo, estas naciones están divididas una contra la otra, y cada cual está orando a su Dios que Su ira caiga sobre la otra y les conceda la victoria sobre sus enemigos.” Leal en todo sentido al mensaje del Libro de Mormón y de la Restauración del evangelio de Jesucristo, el lo percibió de esta manera:
¿Sería posible; podría ser posible, que existiera esta condición si las gentes del mundo realmente poseyeran el conocimiento verdadero del evangelio de Jesucristo? Y si en verdad poseyeran el Espíritu del Dios viviente; ¿podría existir tal condición? No; no podría existir, antes cesaría la guerra y llegarían a su fin las contiendas y las luchas. . . . ¿Por qué existe? Porque no son uno con Dios, ni con Cristo. No han entrado al redil verdadero, y como resultado no poseen el espíritu del Pastor verdadero en grado suficiente para gobernar y dirigir sus actos por las vías de la paz y rectitud.
Él creía que el único antídoto real y duradero para el pecado de la guerra era la predicación del evangelio restaurado de Jesucristo “según tengamos la capacidad de enviarlo por medio de los élderes de la Iglesia.”
Aunque la guerra no fue provocada por Dios, el líder mormón fue muy rápido para ver en ella el cumplimiento de profecías, tanto antiguas como modernas. “Los periódicos están llenos de las guerras y de los rumores de guerras,” escribió en una carta privada a su familia en noviembre de 1914, “tal parece que literalmente se ha derramado sobre todas las naciones según lo predijo el Profeta [José Smith] en el año 1832. Los reportes de la matanza y la destrucción que se llevan a cabo en Europa son irritantes y lamentables, y de acuerdo con los últimos reportes, la matanza está aumentando grandemente en vez de disminuir.”
Unas semanas después, en su saludo anual a la Iglesia en diciembre de 1914, él volvió al mismo tema. “La repentina ‘efusión’ del espíritu de guerra sobre las naciones europeas que asombró al mundo y que era totalmente inesperada en la fecha en que ocurrió, había sido esperada largamente por los Santos de los Últimos Días, ya que fue predicha por el Profeta José Smith el día de Navidad, el 25 de diciembre de 1832.”
Aun así, nadie se gozó al ver el cumplimiento de la profecía anunciada. Tampoco podrían usarse las predicciones como equivalente a imposición divina en los asuntos de los hombres. Lo que estaba en juego era el albedrío—y la maldad—del hombre. Mientras la fría calamidad de la guerra se diseminaba por todos los campos de batalla de Europa, el Presidente Smith acentuaba continuamente este punto. “Sin duda alguna, Dios podría acabar la guerra” dijo en diciembre de 1914, “prevenir el crimen, acabar con la pobreza, ahuyentar la obscuridad, vencer al error, y hacer que todo sea brillante, hermoso y gozoso. Pero eso destruiría un atributo vital y fundamental de todos Sus hijos e hijas, que conozcan el mal así como el bien, la obscuridad al igual que la luz, el error así como la verdad y las consecuencias de la infracción de las leyes eternas.” Por lo tanto, la guerra, entre muchas otras cosas, fue un ayo, un juicio acerca de los hechos de los hombres, una lección terrible acerca de lo que inevitablemente sucede cuando la codicia y el odio gobiernan el día.
A pesar de estas leyes violadas que traen el cumplimiento inevitable de las profecías desastrosas, es posible encontrar, como un arroyo de aguas claras que recorre todas sus enseñanzas, la doctrina de resolución y la redención final:
por Richard E. Bennett
Richard E. Bennett es profesor de Historia y Doctrina de la Iglesia en la Universidad de Brigham Young.
Mientras meditaba en estas cosas que están escritas, fueron abiertos los ojos de mi entendimiento, y el Espíritu del Señor descansó sobre mí, y vi las huestes de los muertos, pequeños así como grandes (D. y C. 138:11).
Los discursos de Joseph F. Smith con respecto a la vida, la muerte, y la guerra, son considerados hoy en día por los Santos de los Últimos Días como contribuciones profundamente importantes a la doctrina Mormona. El sexto Presidente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (sirvió del año 1901 al año 1918), sobrino de José Smith, y el fundador de la Iglesia, el Presidente Smith pronunció algunos de sus discursos más consoladores e importantes en los temas de la muerte y el sufrimiento durante los meses tristes de la Primera Guerra Mundial. Su discurso final, conocido como la “Visión de la redención de los muertos,” ahora canonizada como revelación por la Iglesia, permanece como la declaración Mormona autorizada de su época.
Aún hace falta escribir un estudio completo sobre el proceso histórico que trajo esta declaración doctrinal de la obscuridad a la esfera de las escrituras Mormonas modernas. Sin embargo, este ensayo tiene como propósito colocar este y otros discursos de la época en su contexto histórico, sugerir un lugar para ellos en el amplio tapete del pensamiento cristiano, y luchar por su aplicación completa como comentarios sobre la obra del templo, la guerra y otros temas diversos y muy importantes en su día. Así como les llevó años a los líderes de la Iglesia redescubrir el significado completo de las visiones que tuvo el Presidente Smith acerca de la redención de los muertos y su importancia completa como ayuda en la obra del tempo en la actualidad, de la misma forma, los historiadores Santos de los Últimos Días han sido lentos en visualizarlos como documentos importantes, como indicadores y comentarios de la época. Se deben agregar las visiones del Presidente Smith a los puntos de vista y comentarios de otros religiosos de su época que compartieron sus propias visiones al final de la guerra.
En una época en la cual se restringen las oraciones en las escuelas, si no es que se rechazan, “a la hora once del día once del mes once,” a los niños en todas las escuelas de Canadá, y en muchos de los países que forman la Comunidad Británica de Naciones, se les pide que inclinen la cabeza en señal de agradecimiento y en memoria de quienes murieron en la guerra. Hasta esta fecha el Día del Recuerdo, el 11 de noviembre, se observa como si fuera un Día de Reposo, con doblar de campanas en honor de quienes dieron la última y verdadera medida de devoción hacia la causa de Dios, del Rey y la patria. Los canadienses portan amapolas rojas en las solapas y por todo el país se congregan respetuosamente en los monumentos de guerra, cantan himnos, honran a las madres que perdieron hijos en el campo de batalla, y escuchan reverentemente el poema escrito por John McCrae durante los terribles días de la batalla de Ypres en la cual decenas de miles de hombres murieron en Bélgica en los campos de amapola en flor; el poema es el siguiente:
Florecen las amapolas en los campos de Flandes
Entre las cruces, que hilera por hilera
Marcan nuestro lugar; y en el cielo
Las alondras vuelan cantando alegremente
Aunque no se escuchen abajo a causa del ruido de las armas.
Somos los Muertos. Hace pocos días
Vivimos, sentimos la aurora, vimos brillar el ocaso;
Amamos y fuimos amados, y ahora
Yacemos en los campos de Flandes.
De nuestras manos lánguidas
Les pasamos la antorcha a ustedes
Para que la sostengan muy alto
Si fallan a la fe de quienes hemos muerto
No descansaremos, aunque florezcan las
Amapolas en los campos de Flandes.
De hecho, “no olvidemos,” que más de nueve millones de hombres uniformados e incontables legiones de civiles perecieron en los campos de batalla, en los buques de guerra, y en los campos asolados por las bombas de la Primera Guerra Mundial. Otros veintiún millones quedaron lisiados y desfigurados. Cualesquiera que hayan sido los motivos del conflicto, han sido eclipsados por los “repugnantes vapores de la matanza” que, como una plaga colgaron sobre el mundo durante cuatro años y medio.
Las terribles batallas del Marne, Ypres, Verdún, Somme, Vinny Ridge, Jutland, Passchendaele, Gallipoli, y otros más son nombres de lugares que son sinónimos de sufrimientos no mitigados por la matanza causada por la humanidad en lo que algunos han descrito como la guerra del siglo diecinueve que se peleó con armas del siglo veinte. Recuerden, que esa guerra fue testigo del horrible estancamiento de una guerra de trincheras prolongada y que desató los combates frente a frente en las “tierras de nadie” de Europa Occidental; de la introducción de los letales ataques submarinos de Alemania; las muertes en masa debido a los gases químicos; y los bombardeos aéreos en una escala alarmante. Con todo eso, la Gran Guerra, esa “guerra para acabar con todas las guerras” llegó a ser el catalizador y el trampolín para otro conflicto aun más mortífero una generación después. Y el 11 de noviembre de 1918, cuando llegó la conclusión por lo que se había orado tanto, se encontró con oraciones por la paz duradera, esperanzas de una Liga de las Naciones que pudiera garantizar la paz mundial, y discursos y visiones que hablaban de nuevas esperanzas y de nuevos sueños para un mundo arruinado.
LAS RESPUESTAS DE JOSEPH F. SMITH A LA GUERRA
Al compararla con las otras grandes religiones de la época, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, con una membrecía de unos cuantos cientos de miles de fieles y la mayoría viviendo en Utah y los estados vecinos, parecería ser una pequeña voz en una enorme catedral. Aunque cerca de quince mil Santos de los Últimos Días fueron a la guerra, principalmente en el Ejército de los Estados Unidos, el Mormonismo como religión no sufrió la tragedia de matar a los suyos, como sucedió en los lejanos campos de batalla de Europa en donde los católicos mataron a católicos y los luteranos acribillaron a luteranos. Con sus oficinas generales en la cumbre de las Montañas Rocallosas en el Oeste Americano, la Iglesia salió relativamente ilesa del infierno y los horrores de la guerra, de la misma forma que sucedió cincuenta años antes durante la Guerra Civil Norteamericana. Sin embargo, los líderes de la Iglesia tuvieron posiciones definidas hacia la guerra, algunas de las cuales fueron modificadas con el tiempo.
Con el repentino e inesperado inicio de la guerra y en respuesta a la solicitud del Presidente Woodrow Wilson de que se hicieran oraciones por la paz, Joseph F. Smith, un republicano confirmado, y sus consejeros en la Primera Presidencia, el consejo de mayor autoridad en la Iglesia, pidieron a toda la membresía que apoyaran al presidente de la nación y que oraran por la paz. “Deploramos las calamidades que les han sobrevenido a los pueblos en Europa,” declaró, “la terrible mortandad de valientes, los horribles sufrimientos de mujeres y niños, y todos los desastres que están aconteciendo en el mundo como consecuencia de los conflictos inminentes, y esperamos fervientemente y oramos que tengan una rápida solución.”
Su consejero, Charles W. Penrose, al hablar un poco después a nombre del Presidente Smith, no condenó a ninguna de las partes en la guerra: “Te pedimos, oh Señor, que veas con misericordia a esas naciones. No importa cual haya sido la causa que ocasionó los tumultos y conflictos que ahora existen, Te rogamos que concedas que se elimine para bien, para que llegue el tiempo en que, aunque se tambaleen tronos y caigan imperios, la liberación y la libertad puedan llegar sobre las naciones oprimidas de Europa y de todo el mundo.” Durante toda la guerra siguió este espíritu de que toda la Iglesia orara por la paz.
Al hablar en la conferencia general de la Iglesia un mes después del inicio de la guerra, el Presidente Smith expresó, por primera vez, su interpretación pública acerca de la guerra y sus causas. Aún asombrado por las noticias de las altísimas bajas que ya se habían infligido, reiteró su deseo por la paz, destacó el “deplorable” espectáculo de la guerra, y no le echó la culpa a Dios, sino que con toda claridad culpó a la falta de humanidad del hombre por el hombre, a las políticas deshonestas, a los acuerdos no respetados, y sobre todo, a las condiciones apóstatas que prevalecían en el cristianismo moderno. “Dios no propuso ni causó tal cosa,” él predicaba. “Es deplorable al cielo que tal condición exista entro los hombres.” Decidió no interpretar el conflicto en tonos económicos, políticos, o nacionalistas, siempre consideró que las causas eran el declive moral, el hundimiento religioso, y el rechazo mundial a aceptar el evangelio completo de Jesucristo. “Tenemos aquí nación contra nación en orden de combate,” dijo, “y en cada uno de estos países hay pueblos cristianos profesando adorar al mismo Dios, profesando creer en el mismo Redentor Divino . . . y con todo, estas naciones están divididas una contra la otra, y cada cual está orando a su Dios que Su ira caiga sobre la otra y les conceda la victoria sobre sus enemigos.” Leal en todo sentido al mensaje del Libro de Mormón y de la Restauración del evangelio de Jesucristo, el lo percibió de esta manera:
¿Sería posible; podría ser posible, que existiera esta condición si las gentes del mundo realmente poseyeran el conocimiento verdadero del evangelio de Jesucristo? Y si en verdad poseyeran el Espíritu del Dios viviente; ¿podría existir tal condición? No; no podría existir, antes cesaría la guerra y llegarían a su fin las contiendas y las luchas. . . . ¿Por qué existe? Porque no son uno con Dios, ni con Cristo. No han entrado al redil verdadero, y como resultado no poseen el espíritu del Pastor verdadero en grado suficiente para gobernar y dirigir sus actos por las vías de la paz y rectitud.
Él creía que el único antídoto real y duradero para el pecado de la guerra era la predicación del evangelio restaurado de Jesucristo “según tengamos la capacidad de enviarlo por medio de los élderes de la Iglesia.”
Aunque la guerra no fue provocada por Dios, el líder mormón fue muy rápido para ver en ella el cumplimiento de profecías, tanto antiguas como modernas. “Los periódicos están llenos de las guerras y de los rumores de guerras,” escribió en una carta privada a su familia en noviembre de 1914, “tal parece que literalmente se ha derramado sobre todas las naciones según lo predijo el Profeta [José Smith] en el año 1832. Los reportes de la matanza y la destrucción que se llevan a cabo en Europa son irritantes y lamentables, y de acuerdo con los últimos reportes, la matanza está aumentando grandemente en vez de disminuir.”
Unas semanas después, en su saludo anual a la Iglesia en diciembre de 1914, él volvió al mismo tema. “La repentina ‘efusión’ del espíritu de guerra sobre las naciones europeas que asombró al mundo y que era totalmente inesperada en la fecha en que ocurrió, había sido esperada largamente por los Santos de los Últimos Días, ya que fue predicha por el Profeta José Smith el día de Navidad, el 25 de diciembre de 1832.”
Aun así, nadie se gozó al ver el cumplimiento de la profecía anunciada. Tampoco podrían usarse las predicciones como equivalente a imposición divina en los asuntos de los hombres. Lo que estaba en juego era el albedrío—y la maldad—del hombre. Mientras la fría calamidad de la guerra se diseminaba por todos los campos de batalla de Europa, el Presidente Smith acentuaba continuamente este punto. “Sin duda alguna, Dios podría acabar la guerra” dijo en diciembre de 1914, “prevenir el crimen, acabar con la pobreza, ahuyentar la obscuridad, vencer al error, y hacer que todo sea brillante, hermoso y gozoso. Pero eso destruiría un atributo vital y fundamental de todos Sus hijos e hijas, que conozcan el mal así como el bien, la obscuridad al igual que la luz, el error así como la verdad y las consecuencias de la infracción de las leyes eternas.” Por lo tanto, la guerra, entre muchas otras cosas, fue un ayo, un juicio acerca de los hechos de los hombres, una lección terrible acerca de lo que inevitablemente sucede cuando la codicia y el odio gobiernan el día.
A pesar de estas leyes violadas que traen el cumplimiento inevitable de las profecías desastrosas, es posible encontrar, como un arroyo de aguas claras que recorre todas sus enseñanzas, la doctrina de resolución y la redención final:
Por lo tanto [Dios] ha permitido las maldades que han resultado por los hechos de Sus criaturas, pero controlará los resultados finales para Su gloria y el progreso y exaltación de Sus hijos e hijas, cuando hayan aprendido a obedecer por las cosas que sufren . . . La presciencia de Dios no implica Su acción en que sucedan las cosas que Él ha previsto.
Habiéndose comprometido inicialmente a no tomar partidos en la lucha, el Presidente Smith se dio cuenta que cada vez era más difícil permanecer neutral. El hundimiento del Lusitania en mayo de 1915 golpeó una cuerda que no presagiaba nada bueno en cuanto a la intención de Estados Unidos, como país, en mantenerse al margen del conflicto. Su colega, el élder James E. Talmage, en ese entonces miembro del Quórum de los Doce Apóstoles de la Iglesia, describió el hundimiento como “uno de los acontecimientos más bárbaros de la guerra europea” y acusó a Alemania de mancharse las manos “con sangre inocente que nunca se borrará.”
A pesar de esas atrocidades de guerra, el Presidente Smith se aferró a la esperanza de que Estados Unidos, de alguna manera, se mantuviera apartado de la guerra. “Me alegro de que nos hemos mantenido fuera de la guerra hasta ahora, y espero y oro que no nos veamos en la necesidad de enviar a nuestros hijos a la guerra, o sufrir como nación, la tristeza, la angustia y el dolor que vienen de condiciones como las que existen en el antiguo continente.”
Sin embargo, mientras Estados Unidos avanzaba dando tumbos y a regañadientes hacia la guerra, el Presidente Smith vio como una necesidad la intervención de Estados Unidos. Las noticias acerca de los ataques aéreos (con los dirigibles Zeppelin) sobre Inglaterra y su resultante temor por la seguridad de su hijo que era el presidente de la misión y por los misioneros que estaban sirviendo en Inglaterra, lo preocupaban de manera particular y lo llevaron a dudar aun más de las tácticas de guerra usados por Alemania. “Me parece que el único objetivo de tales ataques es la destrucción sin sentido e inicua de la propiedad y el segar vidas inocentes,” él escribió.
Tal parece que el espíritu de asesinato, del derramamiento de sangre, no tan sólo de los combatientes sino de todos los que tengan algo que ver con el país enemigo, se ha posesionado del pueblo, o al menos de los poderes gobernantes en Alemania. Qué ganan con eso, no lo sé. Es difícil creer que esperen intimidar a la gente con tales acciones, y de seguro eso no disminuye las fuerzas de la oposición. Por esos ataques innecesarios e inútiles hechos a nombre de la guerra, están perdiendo el respeto de todas las naciones de la tierra.
Al ser un patriota leal, fue rápido en admitir lo obvio: “Tengo el sentimiento en mi corazón de que los Estados Unidos tienen un destino glorioso que cumplir, y que parte de ese destino glorioso es el extender libertad a los oprimidos, y hasta donde sea posible a todas las naciones, a toda la gente.” Gradualmente, el preparó un punto de vista cauto, no pacifista a nombre de toda la Iglesia: “No deseo la guerra; pero el Señor ha dicho que será derramada sobre todas las naciones, y si nos libramos ‘será por muy poco.’ Preferiría que mataran a los opresores, o los destruyeran, más que permitir que los opresores maten a los inocentes”
Si los Santos de los Últimos Días deben pelear—y muy pronto se enrolaron miles en la causa—su actitud debe ser siempre la de “paz y buena voluntad hacia toda la humanidad, . . . y que no olviden que también son soldados de la Cruz, que son ministros de vida y no de muerte; y cuando vayan, deben salir con el espíritu de defender las libertades de la humanidad más que con el propósito de destruir al enemigo. . . . Que los soldados que salgan de Utah sean y sigan siendo hombres de honor.” Dispuesto a mostrar la lealtad Mormona a Estados Unidos, que aún sospechaba de la Iglesia y de algunas de sus enseñanzas, y para apoyar la decisión de ir a la guerra hecha por el Presidente Wilson , el Presidente Smith condujo campañas activas para que los Santos de los Últimos Días se enrolaran en las fuerzas armadas y para involucrar a la Iglesia y a su membresía en las distintas ventas de Bonos de Libertad de esa época, juntando miles de dólares en ese proceso.
Es significativo el que sus escritos muestran una falta de malicia o de un espíritu vengativo hacia el agresor. Menos crítico que otros líderes más jóvenes, como James E. Talmage quien, aunque no era dado a castigar, pensó que Alemania tenía una gran deuda por pagar, el Presidente Smith siempre fue lento para condenar. Él dijo: “Que el Señor ejerza la venganza en donde sea necesaria. Y que yo no juzgue a mis compatriotas, ni los condene, no sea que los condene erróneamente.”
Mientras tanto, hasta que terminó la guerra, Los Santos de los Últimos Días se unieron con otros al orar por la paz y al tomar las armas en la causa de la victoria sobre el enemigo. La entrada de los Estados Unidos eventualmente cambió el curso de la guerra y dio por resultado que una Alemania derrotada y los otros poderes del Eje fueran llevados a Versalles. Y aunque a una distancia de medio mundo, las noticias de la posible paz fueron recibidas tan jubilosamente en Utah como lo fueron en casi todas partes del mundo libre.
EL ARMISTICIO
Por supuesto, los Santos de los Últimos Días no fueron los únicos en proclamar una visión de la guerra y de la paz. Puede ser instructivo dar una muestra de lo que otros vieron al acabarse la guerra. Randall Thomas Davidson, Arzobispo de Canterbury, estaba tratando afanosamente de encontrar algún sentido a una guerra insensata, de encontrar un propósito divino en la malignidad del hombre, y de dar visión a un mundo que andaba a tientas. “Allí, entonces, con todo lo que la guerra nos ha traído de hogares obscurecidos y de esperanzas rotas por quienes amamos,” dijo en su discurso de gratitud por el fin de la guerra dado en la Abadía de Westminster en Londres el 10 de noviembre de 1918, con todos los obstáculos y los empujones hacia atrás en nuestro esfuerzo común de promover las cosas en paz y amorosamente y en buena forma, [la guerra] sin lugar a dudas, ha sido nuestro ayo para traernos una visión más amplia del mundo tal como Dios lo ve. Esa es una de las grandes cosas que nuestros hijos, nuestros amados hijos nos han dado con su tenaz sacrificio. . . . Ahora, esta semana, cuando la vida entera—y no creo estar exagerando—la vida entera del mundo está siendo reacondicionada, re-establecida, reacomodada para bien. Esta es esa hora de crisis. Algo ha sucedido, está sucediendo que encuentra mejor descripción en . . . la palabra viva o mensaje de Dios para el hombre. Penetra hasta el centro de nuestro ser.
Él terminó un discurso posterior con su visión particular de un nuevo modo cristiano:
Jesucristo es el centro real y la fuerza de las mejores esperanzas y esfuerzos que el hombre pueda hacer para el mejoramiento y el lucimiento del mundo. Solamente debemos tomar Su ley y Su mensaje meditada, determinada y tranquilamente, como nuestra guía. . . . La tarea es más difícil, quizás, cuando estamos tratando con la relación más grande en la vida; la relación entre los pueblos. ¿Podemos llevar la norma y el credo cristiano hasta allí? ¿Quién se atreve a decir que no podemos? Sólo se necesita una perspectiva más amplia. . . . Con certeza esta es una visión de lo alto.
El Papa Benedicto XV, en su primera encíclica dada inmediatamente después del fin de la guerra, se regocijó porque “el choque de las armas ha cesado,” permitiendo que la “humanidad respire otra vez después de tantas pruebas y tristezas.” Después de su sentimiento de gratitud, estaba su sentimiento de lamentación profunda, casi rayando en disculpa, porque una de las causas que llevaron a la guerra había sido el “hecho deplorable de que los ministros de la Palabra” no habían enseñado desde el púlpito más valientemente la verdadera religión en lugar de las políticas acomodaticias. La conciencia de la Cristiandad había sido lastimada por sus propios abogados. “Se debe echar la culpa a esos ministros del Evangelio” se lamentaba. Continuó regañando al clero y pidió una nueva visión, un nuevo orden de portavoces cristianos valientes, justos, que declaren la paz y la cruz sin temor. “Debe ser nuestro empeño más profundo por todas partes el regresar la prédica de la Palabra de Dios a la norma e ideal por las cuales debe dirigirse de acuerdo al mandato de Cristo Nuestro Señor, y las leyes de la Iglesia.”
La respuesta oficial de los Católicos Americanos se puede apreciar mejor en las cartas pastorales de sus obispos. Básicamente, la guerra mostró una profunda “maldad moral” en el hombre ya que “abundaron el pecado” y “el sufrimiento espiritual.” A pesar de todo el progreso de la humanidad—“el avance de la civilización, la difusión del conocimiento, la libertad ilimitada del pensamiento, la creciente relajación de los límites morales— . . . nos enfrentamos a un grave peligro.” A pesar del progreso científico y materialista, un mundo sin disciplina moral y sin fe llevará a la destrucción. La única visión verdadera de esperanza es “la verdad y la vida de Jesucristo,” y la Iglesia Católica debe sostener la dignidad del hombre, defender los derechos de la gente, aliviar el sufrimiento, consagrar el sacrificio, y unir a todas las clases en el amor del Salvador.
James Cardinal Gibbons de Baltimore, el líder portavoz de los Católicos Americanos, al llamar a los americanos a “agradecer a Dios por la victoria de los aliados y pedirle su gracia para “andar en las vías de la sabiduría, la obediencia y la humildad,” le ordenó a sus sacerdotes que cambiaran en la misa el discurso por una oración de acción de gracias. Los instruyó además para que se efectuara un servicio solemne en todas las iglesias de la arquidiócesis el 28 de noviembre de 1918 en el cual debía cantarse la oración de gratitud oficial de la Iglesia, o sea el Te Deum. Uno de los himnos católicos más famosos, escrito alrededor de 450 DC, habla de la inmortalidad del hombre, de la divinidad de Cristo y de Su redención de los muertos:
Te adoramos, Oh Dios: Te
Reconocemos como el Señor
A Tí el Eterno Padre,
adora toda la tierra . . .
Tú, Oh Cristo, eres el Rey de gloria.
Tú eres el Eterno Hijo del Padre.
No aborreciste la matriz de la virgen
cuando tomaste sobre Ti la naturaleza
humana para rescatar al hombre.
Cuando Tu venciste al
aguijón de la muerte, Tu abriste
el reino de los cielos para los creyentes.
Tu te sientas a la diestra de
Dios, en la gloria del Padre.
Creemos que eres el Juez que vendrá.
Las opiniones sobre la guerra del Protestantismo Americano, y más especialmente de las oportunidades de la post-guerra, son muy variadas y diversas y evaden un análisis y categorización simple. Había tantas “visiones” como había cientos de denominaciones. Aunque la mayoría, como el Obispo Charles P. Anderson de la Iglesia Episcopal Protestante, hablaron en términos de gratitud, muchos otros empezaron a hablar muy pronto de forma patriotera pidiendo castigo y retribución. “The Christian Century, [el Siglo Cristiano] que era representativo de una buena parte de la Cristiandad, creía en un castigo completo para Alemania.” De igual forma, el Congregationalist [el Congregacionalista] escribió en sus editoriales que “Alemania es un criminal ante la barra de la justicia.” El Reverendo Dr. S. Howard Young de Brooklyn, consideró el “castigo a los señores de la guerra” como “divino,” “la primera lección que se debe obtener de la caída alemana.”
Mientras tanto, Billy Sunday, “El Granadero de Dios” y por mucho el patriota/evangelista más popular de su día, vio la guerra como la del bien en contra del mal, Dios contra Satanás, “Estados Unidos y Cristo, unidos indisolublemente, avanzando en una lucha gloriosa” Aunque algunos otros compartían su opinión, Billy de manera característica fue uno o dos pasos más adelante. “Jesús, debes mandar a la perdición a un país como ese”, dijo alguna vez. “Yo mismo formaré un ejército para ayudar a quitarles el polvo a las hordas del Diablo.” También vio el fin de la guerra como una ventana, como una oportunidad dada por Dios para revitalizar la causa evangélica del resurgimiento cristiano y para un renacimiento espiritual individual, una época para enfrentar al anticristo de las enseñanzas extranjeras como las de la evolución, el Darwinismo social, la crítica mayor, y toda clase de males filosóficos de esas fechas.
Otros, clérigos más moderados, como el presbiteriano Robert E. Speer, que tenía una actitud mental positiva, vieron una victoria moral emanando de la guerra, una nueva visión levantándose de las cenizas de Europa. “La Guerra ha colocado, de manera inequívoca, en el lugar supremo a los principios morales y espirituales que constituyen el mensaje de la Iglesia”, declaró. “La guerra ha demostrado que dichos valores son supremos por encima de la pérdida personal y el interés material. . . . Tuvimos éxito en la guerra cuando y donde quiera que ese era nuestro espíritu. . . . La guerra dice que lo que Cristo dijo es para siempre verdadero.”
El Rabí Silverman, al hablar en la sinagoga en el Templo Beth-El de Chicago, reflejó el mismo sentimiento que Speer. “El mundo estuvo más cerca a su milenio que nunca antes,” se reporta que mencionó. “La guerra había acercado a la humanidad hacia la hermandad más que lo que lo habían logrado siglos de enseñanzas religiosas. . . . La guerra había puesto otra vez a la religión en su labor original de combatir la intolerancia, combatir el pecado, y elevar a la humanidad.”
El Reverendo Speer y Henry Emerson Fosdick, profesor del Seminario Teológico Unión en Nueva York, junto con otros líderes religiosos prominentes, percibieron el fin de la guerra como una oportunidad para lanzar “la Union de Paz de la Iglesia,” un nuevo orden religioso unido formado, en parte, por Andrew Carnegie y su Fundación Carnegie para la Paz Internacional a fin de unir a múltiples grupos religiosos protestantes a marchar unidos bajo un gran estandarte: “el nuevo cielo político para regenerar la tierra,” que era como le gustaba llamarlo al Obispo Samuel Fallows de la Iglesia Episcopal Reformada. Aunque estaba destinado al fracaso a causa de las deudas excesivas, los desacuerdos internos, y a la oposición de parte del fundamentalismo protestante, sin embargo, por un corto tiempo este Movimiento Mundial de líderes protestantes, católicos y judíos de Estados Unidos llegó a ser “la voz principal de la religión institucional a favor de lograr y mantener la paz” y parecía tener promesas enormes para la unidad en las iglesias, la reforma social y el desarrollo económico.
Fosdick, uno de los más elocuentes estadistas protestantes americanos de su tiempo, había apoyado de mala gana el que Estados Unidos entrara a la guerra pero salió de ella como un pacifista confirmado. Reflejando el desencanto que la guerra había causado en algunos religiosos, Fosdick hizo una lista de los distintos elementos en su visión de advertencia para el futuro: “Ya no hay nada glorioso en la guerra,” “la guerra ya no es una escuela de virtud,” “ya no existen límites en la forma de matar en la guerra,” “ya no hay límites para el costo de la guerra,” “ya no existe la posibilidad de proteger a una parte de la población del efecto directo de la guerra,” y “ya no podemos reconciliar a la Cristiandad y la guerra.” Deben hacerse todos los esfuerzos para evitar ese tipo de calamidades en el futuro. Él, al igual que muchos otros, estaba amargamente decepcionado por la negativa de Estados Unidos a ratificar el Tratado de Paz de Versalles y para entrar a la Liga de las Naciones. Como se dijo en un comentario, “Dios ganó la guerra y el diablo ganó la paz.”
LAS VISIONES DE LOS MUERTOS DE JOSEPH F. SMITH
Agotado por una larga vida de servicio devoto a la Iglesia y abatido por el dolor causado por la muerte reciente de varios miembros de su familia inmediata, Joseph F. Smith, siendo un alma amorosa sabía mucho de la tristeza. “Perdí a mi padre cuando yo apenas era un niño,” una vez dijo. “Perdí a mi madre, el alma más dulce que jamás haya vivido, cuando yo apenas era un muchacho. He sepultado a la esposa más hermosa que pudo haber bendecido a un hombre, y he enterrado a trece de mis más de cuarenta hijos. . . . Y me ha parecido que los que más prometían, los más dispuestos a ayudar, y si fuera posible, los más dulces, puros y mejores han sido los primeros en ser llamados a descansar.” Al hablar de la muerte de una de sus esposas anteriores, Sarah E., y poco después de su hija Zina, él dijo: “No puedo todavía pensar en las cosas que acaban de pasar. Nuestros corazones han sido probados hasta el centro. No es porque el fin de la vida mortal le ha llegado a dos de las almas más queridas para mí, sino por el sufrimiento de nuestros seres queridos, quienes estábamos totalmente imposibilitados de ayudar. Oh, ¡Cuan indefenso es el hombre mortal al encarar la enfermedad terminal!”
La muerte de su hija produjo cuatro de los discursos más reveladores acerca de las doctrinas de la muerte, del mundo de los espíritus y de la resurrección que haya pronunciado jamás un líder Santo de los Últimos Días. Como lo dijo un distinguido erudito: “Dudo que en cualquier otro período de tiempo de duración semejante en la historia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se hayan dado tantos detalles sobre la naturaleza de la vida y la muerte a cualquier otro profeta de esta dispensación.” Dichos discursos fueron bien recibidos por los miembros y dieron esperanza y consuelo a quienes habían perdido a seres queridos o a quienes se les pudiera haber pedido que sacrificaran a miembros de la familia tanto en tiempos de paz como de conflicto. La guerra, violenta y cruel, sirvió de telón de fondo a estas doctrinas.
El 6 de abril de 1916, con las batallas de Verdún y de Somme ocupando las noticias diarias, él dio un discurso titulado “En la presencia de lo Divino.” En él habló del velo muy delgado que separa a los vivos de los muertos. Al hablar de José Smith, Brigham Young, Wilford Woodruff, y de sus otros predecesores, predicó la doctrina de que los muertos, quienes han partido antes, “se sienten tan profundamente interesados hoy en nuestro bienestar, cuando no con mayor capacidad, con mucho más interés, allende el velo, que cuando estuvieron en la carne. Creo que saben más. . . . Algunos sentirán y pensarán que este concepto es un poco exorbitante, y sin embargo, creo que es cierto.” Continuó diciendo, “No podemos olvidarlos; no cesamos de amarlos” siempre los tendremos en el corazón, en la memoria, y así nos relacionamos con ellos y nos unen a ellos vínculos que no podemos quebrantar.”
El Presidente Smith enseñó que la muerte no es ni sueño ni aniquilación, sino que más bien, la muerte involucra un cambio a otro mundo en donde los espíritus de los que una vez estuvieron aquí, pueden estar atentos de nuestro bienestar, “pueden comprender mejor que antes las debilidades que nos pueden desviar a senderos obscuros y prohibidos.”
Dos años después, al hablar en una reunión en Salt Lake City en febrero de 1918, el mencionó más palabras de confort y consuelo, particularmente a quienes habían perdido hijos o cuyos hijos jóvenes estaban muriendo allende del mar. “Los espíritus de nuestros hijos son inmortales antes de que lleguen a nosotros,” comenzó, y sus espíritus después de la muerte física son semejantes a cómo eran antes de venir. Están como hubieran sido si hubieran vivido en la carne, para crecer hasta la madurez, o para desarrollar sus cuerpos físicos hasta alcanzar la plenitud de la estatura de sus espíritus. . . . [Además,] José Smith enseñó la doctrina de que el niño que muere saldrá en la resurrección como un niño; y apuntando hacia la madre de un niño sin vida, le dijo: “Usted tendrá el gozo, el placer y la satisfacción de nutrir a este niño, después de la resurrección, hasta que alcance la plenitud de la estatura de su espíritu.” . . . Esto habla de mucha felicidad, de gozo y gratitud a mi alma.
Dos meses después, habiéndose recuperado lo suficiente de su enfermedad para poder hablar en la conferencia general de la Iglesia en abril de 1918, él dio un discurso titulado “Un sueño que fue una realidad” en el cual narró el sueño conmovedor e inolvidable que había tenido hacía 65 años cuando era un joven misionero en Hawaii, un sueño-visión que influyó dramáticamente el resto de su vida. Habló de haber visto a su padre, Hyrum, a su madre, Mary, a José Smith, y a otros más que lo condujeron a una mansión después de que el mismo se había limpiado y bañado. “Esa visión, esa manifestación y testimonio que pude gozar en esa ocasión, me ha hecho lo que soy,” confesó. “Cuando desperté sentí como si me hubieran sacado de un tugurio, de la desesperación y de la desdichada condición en la que me encontraba. . . . Sé que eso fue realidad, para mostrarme mi deber, para enseñarme algo, y para grabar en mí algo que no puedo olvidar.”
Pocas semanas antes, el 23 de enero, a su hijo Hyrum, un Apóstol, con apenas cuarenta y cinco años de edad, se lo llevó la muerte en la flor de su vida debido a una apéndice reventada. Ese fue un golpe tremendo del cual el Presidente Joseph F. nunca se recuperó totalmente, y el cual aumentó con las noticias de la muerte de su nuera y esposa de Hyrum, Ida Bowman Smith, unos meses después. El élder Talmage escribió a nombre de los Doce: “Nuestra gran preocupación ha sido el efecto que ese gran pesar pueda tener sobre el Presidente Joseph F. Smith cuya salud ha estado débil durante los últimos meses. Esta tarde él pasó un poco de tiempo en la oficina de la Primera Presidencia y lo encontramos soportando la carga con fortaleza y resignación.” Enfermo y confinado a descansar en una cama durante varios meses después, él se había recuperado lo suficiente para hablar brevemente durante la conferencia general de la Iglesia en octubre, lo suficiente para proclamar su particular mensaje de paz a un mundo cansado por la guerra.
Él habló de haber recibido recientemente, mientras meditaba los escritos bíblicos del Apóstol Pedro, una más visión de los muertos, la que sería su última. Mientras meditaba en estas cosas, dijo él, “vi las huestes de los muertos, pequeños así como grandes,” quienes habían muerto “firmes en la esperanza de una gloriosa resurrección,” esperando en un estado de paraíso su redención final y su resurrección. Súbitamente, “apareció el Hijo de Dios y declaró libertad a los cautivos que habían sido fieles.” Habiendo decidido no ir Él mismo entre los inicuos e infieles que esperaban en la parte más baja del mundo de los espíritus, Cristo organizó una gran fuerza misional y de entre sus más fieles seguidores envió mensajeros para ministrar y enseñar el evangelio de Jesucristo a “todos los espíritus de los hombres,” quienes en otro tiempo habían sido menos fieles y obedientes en su vida mortal, incluyendo, según escribe Pedro, “los que en otro tiempo desobedecieron,” en los días de Noé y el gran diluvio. Además él vio a muchos de los profetas antiguos, incluso Adán y Eva, participando en este ministerio de redención en la prisión espiritual. De igual manera, “los fieles élderes de esta dispensación” fueron llamados a ayudar. Su visión se cerró con la declaración de que los muertos “que se arrepientan serán redimidos, mediante su obediencia a las ordenanzas de la casa de Dios . . . después que hayan padecido el castigo por sus transgresiones.”
En tanto que sus discursos anteriores han permanecido como sermones memorables, este documento de sesenta versículos fue sostenido inmediatamente, en las palabras el élder James E. Talmage, “como la palabra del Señor” por los consejeros de la Primera Presidencia y por el Quórum de los Doce. Por razones no totalmente claras, aunque se leía ampliamente por toda la Iglesia, el documento no fue aceptado formalmente como escritura canonizada por casi sesenta años. Entonces, en 1976 el presidente Spencer W. Kimball mandó que se agregara a la Perla de Gran Precio. Después, en junio de 1979, la Primera Presidencia anunció que sería la sección 138 de la Doctrina y Convenios. Considerada como una contribución indispensable para un entendimiento más completo de la obra del templo—especialmente en una época muy activa en la construcción de templos—la realización de ordenanzas vicarias, incluyendo el bautismo y la confirmación por los muertos, y la relación ente los vivos y los muertos, ha sido anunciada como “central en la teología de los Santos de los Últimos Días porque confirma y expande en algunas declaraciones proféticas acerca de la obra por los muertos.” Otros han escrito en varias partes acerca de las contribuciones de este documento a la obra del templo de los Mormones.
Debido a que este documento es mucho más que un simple sermón para los Santos de los Últimos Días fieles y porque es considerado como la palabra y la voluntad del Señor—de hecho, es la única revelación del siglo veinte que ha sido canonizada—soporta un escrutinio cuidadoso. Y, como un documento del tiempo de la guerra, puede tener otras aplicaciones y significados que no se han explorado antes.
Por ejemplo, aunque es un discurso acerca de los muertos, no tiene nada de espiritismo. Está bien documentado que el interés público en los muertos y en comunicarse con ellos aumentó durante la guerra y un poco después. En el año 1918, Arthur Conan Doyle, conocido por la fama de Sherlock Holmes, publicó su libro, New Revelation [Una Nueva Revelación], sobre el tema de la investigación psíquica y sus fenomenos, lamentando la disminución en la asistencia a las iglesias en Inglaterra y en la Cristiandad en general y en el cual proclama una nueva religión, una nueva revelación. El estimulaba una creencia no en la caída del hombre o en la redención de Cristo como la base de la fe, sino en la validez de los “escritos automáticos,” las sesiones y otras expresiones del espiritismo como una nueva religión universal y de comunicación con los seres queridos perdidos (muertos); o, como él mismo lo puso, “la única cosa que es posible comprobar conectada con cada religión, cristiana o no-cristiana, formando la base común sólida sobre la cual cada una se levanta, si es que necesita levantarse, ese sistema separado que atrae a los variados tipos de mentes.”
En contraste, la visión del Presidente Smith estaba muy centrada en Cristo, una reiteración de la Expiación del Salvador a favor de un mundo caído. Aunque él creía que “nos movemos y tenemos nuestro ser en la presencia de mensajeros celestiales y de seres celestiales” y aunque los muertos puedan pasar el velo y aparecer a sus seres queridos, si se les autoriza, condujo a la Iglesia lejos de cualquier indicio de espiritismo. Los Santos de los Últimos Días debían ver por los muertos—eso es, por su bienestar espiritual—más bien que buscar a los muertos.
Su revelación también reafirmó la creencia cristiana en Adán y Eva, y en una creación divina, porque, en las palabras del Presidente Smith, él vio a “nuestro padre Adán, el Anciano de Días y padre de todos” y también a “nuestra gloriosa madre Eva” (D. y C. 138:38–39). Aunque no se dice nada específico con respecto al espiritismo y a los debates sarcásticos contemporáneos de esa época sobre la evolución de las especies, estos versículos vuelven a declarar de manera muy simple las doctrinas de la Iglesia en esta materia sin discusiones o ambiguedad.
De igual manera, en una época de bastantes críticas y ataques a la autenticidad y la autoridad de la Biblia, la revelación volvió a establecer, al menos para los Santos de los Últimos Días, una creencia del siglo veinte en la primacía y autoridad de las escrituras, una creencia en los escritos de Pedro, una creencia en Noé y en el diluvio no como una alegoría sino como un evento real, y, por extensión, una creencia renovada tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos. Para una Iglesia que con frecuencia es criticada por su creencia en escrituras adicionales, si no es otra cosa, la sección 138 es una declaración clásica de la autoridad bíblica para los tiempos modernos.
La visión también puede ser importante por lo que no dice. No se comentan los tratados de paz, no hay referencias al ecumenismo o a los movimientos inter-iglesias de esa época, no hay llamados al arrepentimiento social o al evangelio social. No es pro-guerra ni pacifista, no dice nada acerca de la superioridad nacionalista o cultural. El problema de la maldad es reducido a límites redimibles; y aunque el hombre siempre cosechará lo que siembre, aún hay esperanza y redención. Mientras tanto la Iglesia retiene su propia misión como el evangelio de Jesucristo sobre la tierra tal como se estableció en su restauración un siglo antes.
Finalmente, proclamó la intervención personal de Dios en los asuntos de la humanidad y Su interés benévolo en Sus hijos. Conduciendo a la Iglesia lejos del laicismo enorme que envolvió a muchas de las otras religiones en la post-guerra, el Presidente Smith habló confiadamente, sobre todo, de Cristo y Su victoria triunfal sobre el pecado y la muerte. Para la desolación total y el terror absoluto resultantes de la catástrofe recién terminada, al final habría redención. Para quienes habían perdido la fe en Dios y en sus conciudadanos, habría una restauración segura. Para el soldado muerto en batalla, para el marino ahogado en el mar, y para el profeta-líder que lloraba la muerte de su propia familia, estaba la realidad de la resurrección.
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