domingo, 7 de noviembre de 2010

EL CURSO TRAZADO POR LA IGLESIA

Por el presidente J. Reuben Clark, hijo.(Discurso dado en la Universidad Brigham Young el 8 de agosto de 1938 )
Cuando yo era un niño me sentí sumamente entusiasmado con el gran debate entre aquellos dos gigantes, Webster y Hayne (este debate tuvo lugar en el Senado de los Estados Unidos [1830] y era sobre los derechos de los estados y el poder federal). La belleza de la oratoria, la sublimidad de la elevada expresión de patriotismo de Webster, el anuncio de la lucha civil que vendría por el dominio de la libertad sobre la esclavitud, todo ello me conmovía profundamente. El debate comenzó debido a una resolución respecto a los terrenos públicos. Y llevó a la consideración de grandes problemas fundamentales de la ley constitucional. Nunca he olvidado el párrafo inicial de la respuesta de Webster, mediante el cual puso en su lugar este debate que se había ya apartado tanto de su curso. El párrafo dice:

Sr. Presidente: Cuando el marinero ha sido zarandeado por muchos días por el mal tiempo y en un mar desconocido, naturalmente aprovecha la primera pausa en la tormenta, de la primera aparición del sol, para tomar su latitud y asegurarse a qué distancia de su verdadero curso lo han apartado los elementos. Imitemos esta prudencia y, antes de ir a la deriva y a mayor distancia sobre las olas de este debate, volvamos al punto del cual nos apartamos para, por lo menos, poder hacer conjeturas respecto a dónde nos encontramos ahora. Pido la lectura del acuerdo.

Ahora me apresuro a expresar la esperanza de que no penséis que yo creo que esta es una ocasión para debate, o que soy un Daniel Webster. Si fueseis a pensar esto cometeríais un grave error. Ad­mito que soy viejo, pero no lo soy tanto. Pero Webster pareció invocar un procedimiento tan sen­sato para ocasiones en las que, después de errar por altamar o en el desierto, hay que hacer el esfuerzo de volver al lugar de partida, que yo pensé que vosotros me perdonaríais si mencionaba y de alguna manera usaba este mismo procedimiento para volver a declarar algunos de los principios esencia­les y más sobresalientes que sirven de base a la educación en el sistema de la Iglesia.

Para mí los siguientes son algunos de los princi­pios fundamentales:

La Iglesia es el sacerdocio de Dios, organizado; el sacerdocio puede existir sin la Iglesia pero la Iglesia no puede existir sin el sacerdocio. La misión de la Iglesia es primeramente, enseñar, animar, ayu­dar, y proteger a los miembros en sus esfuerzos por vivir la vida perfecta, tanto temporal como espiritualmente, tal como está establecido en el evangelio: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”, dijo el Maestro; en segundo lugar, la Iglesia debe mantener, enseñar, animar y proteger, temporal y espiritualmente, a los miembros en su esfuerzo por vivir el evangelio; en tercer lugar, la Iglesia debe proclamar la verdad, llamando a los hombres al arrepentimiento y a vivir en obediencia el evangelio, porque “toda rodilla se doblará, y toda lengua confesará” (D. y C. 88:104).

En todo esto hay para la Iglesia y para cada uno de sus miembros, dos enseñanzas que no pueden hacerse a un lado, no olvidarse, ni ocultarse, mucho menos descartarse:
Primero: Que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre en la carne, el Creador del mundo, el Cordero de Dios, el que se sacrificó por los pecados del mundo, el Expiador de la transgresión de Adán; que fue crucificado; que su espíritu abandonó su cuerpo; que murió; que fue puesto en la tumba; que al tercer día su espíritu se reunió con su cuerpo, el cual nuevamente volvió a vivir; el que se levantó de la tumba como un Ser resucitado, un Ser perfecto, las Primicias de la Resurrección; que posteriormente ascendió al Padre; y que por causa de su muerte y mediante y a través de su resurrección todo hombre nacido en el mundo desde el principio será igualmente resucitado literalmente. Esta doctrina es tan vieja como el mundo. Job de­claró: “Y después de deshecha esta mi piel. En mi carne he de ver a Dios; Al cual veré por mí mismo, Y mis ojos lo verán, y no otro” (Job 19:26, 27).

El cuerpo resucitado es un cuerpo de carne, huesos y espíritu, y Job estaba expresando una gran verdad eterna. Estos hechos positivos y todos los demás hechos necesariamente implicados en ellos, deben ser honestamente creídos con toda fe por cada hombre de la Iglesia.

La segunda de las dos enseñanzas y en la cual debemos dar plena fe es: que el Padre y el Hijo en realidad visitaron al profeta José en una visión en el bosque; que luego ocurrieron Otras visiones celestiales para José y otras personas; que el evangelio y el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios en realidad fueron restaurados a la tierra de la cual se habían quitado por la apostasía de la iglesia primitiva; que el Señor de nuevo estableció su Igle­sia mediante la obra de José Smith; que el Libro de Mormón es justamente lo que profesa ser; que al Profeta vinieron numerosas revelaciones para guía, edificación, organización y ánimo de la Iglesia y de sus miembros; que los sucesores del Profeta igualmente llamados de Dios, han recibido revelaciones según han sido las necesidades de la Iglesia, y que continuarán recibiendo revelaciones de acuerdo a la Iglesia y sus miembros, viviendo la verdad que ya tienen; que ésta es en verdad La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días; y que sus creencias básicas con las leyes y principios establecidos en los Artículos de Fe. Estos hechos también, y cada uno de ellos, junto con todas las cosas necesariamente implicadas en ellos o que surgen de ellos, deben permanecer inmutables, sin modificación, sin reemplazo, excusa, apología y sin ser evitados; no pueden ser explicados pero tampoco pueden ser escondidos. Sin estas dos grandes creencias la Iglesia perecería.

Cualquier individuo que no acepte la plenitud de estas doctrinas en relación a Jesús de Nazaret o en cuanto a la restauración del evangelio y del santo sacerdocio, no es un Santo de los Ultimos Días; los cientos de miles de hombres y mujeres fieles, temerosos de Dios que integran el gran cuerpo de la Iglesia, creen en estas cosas plena y completamente; y apoyan a la Iglesia y a sus instituciones por causa de esta creencia.

He señalado estos asuntos porque ellos son la latitud y la longitud de la ubicación y posición de la Iglesia, tanto en este mundo como en la eternidad. Conociendo nuestra verdadera posición, podemos cambiar nuestro rumbo si necesita ser cambiado; podemos establecer de nuevo nuestro verdadero curso; podemos sabiamente recordar las palabras que dijo Pablo:
“Mas si aun nosotros , o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gál. 1:8).

Volviendo al precedente de Webster y Hayne, esto para nosotros es nuestro acuerdo.
Debo decir algo en cuanto a la educación religiosa de la juventud de la Iglesia. Juntaré lo que tengo que decir bajo dos encabezados generales: el alumno y el maestro. Hablaré muy francamente, pues ya hemos superado la etapa de hablar con palabras ambiguas y frases veladas. Debemos hablar con claridad porque está en juego el futuro de nuestros jóvenes, tanto aquí como en el más allá, así como también el bienestar de toda la Iglesia.

Los jóvenes de la Iglesia, vuestros alumnos, son en la gran mayoría sanos de pensamiento y espíritu. El problema principal es mantenerlos sanos, no convertirlos.
Los jóvenes de la Iglesia están hambrientos espiritualmente y ansiosos por aprender el evangelio, y lo quieren puro, sin mezcla.

Quieren saber en cuanto a los puntos fundamentales que he mencionado: en cuanto a nuestras creencias; quieren obtener testimonios de su veracidad; no son ahora jóvenes con dudas sino con interrogantes, y buscadores de la verdad. La duda no debe ser plantada en su corazón. Grande será la carga y la condenación de cualquier maestro que siembre la duda en un alma confiada.
Estos alumnos desean la fe de sus padres y quieren tenerla en toda su sencillez y pureza. Ciertamente hay pocos que no han visto las manifestaciones de su poder divino; ellos quieren no ser solamente los beneficiarios de esta fe, sino que quieren ser capaces de hacerla obrar.
Quieren creer en las ordenanzas del evangelio; quieren entenderlas tanto como les sea posible.
Están preparados para comprender la verdad que es tan antigua como el evangelio y que fue expresada así por Pablo (un maestro de la lógica y la metafísica, sin quién se le compare entre los críticos modernos que desacreditan toda religión):

“Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el Espíritu del hombre que está en él? Así también nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios.
“Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Cor. 2:11-12).

“Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu” (Romanos 8:5).

“Digo, pues: Andad en el Espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne.
“Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis.
“Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Gál. 5:16-18).

Nuestros jóvenes también entienden el principio declarado en la revelación moderna:
“Por lo pronto no podéis ver con vuestros ojos naturales el designio de vuestro Dios concerniente a las cosas que vendrán más adelante, y la gloria que seguirá después de mucha tribulación” (D. y C. 58:3).

“Fueron abiertos nuestros ojos e iluminados nuestros entendimientos por el poder del Espíritu, al grado de poder ver y comprender las cosas de Dios...

“Y mientras meditábamos estas cosas, el Señor tocó los ojos de nuestro entendimiento y fueron abiertos; y la gloria del Señor brillo alrededor.
“Y vimos la gloria del Hijo a la diestra del Padre, y recibimos de su plenitud;
“Y vimos a los santos ángeles, y a los que son santificados delante de su trono, adorando a Dios y al Cordero, y lo adoran para siempre jamás” (D. y C. 76:12, 19-21).

“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre, Que por él, por medio de él, y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios.
“Y mientras nos hallábamos aún en el Espíritu, el Señor nos mandó que escribiéramos la visión...” (D. y C. 76:22-24, 28).
Estos alumnos están preparados también para entender lo que quiso decir Moisés cuando declaró:

“Pero ahora mis propios ojos han visto a Dios, pero no mis ojos naturales, sino mis ojos espirituales; porque mis ojos naturales no podrían haber visto; porque me habría desfallecido y muerto en su presencia; mas su gloria me cubrió, y vi su rostro, porque fui transfigurado delante de él” (Moisés 1:11).

Y también están preparados para creer y entender que todas estas cosas son asuntos de fe, no para ser explicadas y entendidas mediante el proceso de la razón humana y probablemente no mediante una experiencia de la ciencia física conocida.
Para abreviar, estos alumnos están preparados para entender y creer que hay un mundo espiritual; que las cosas del mundo natural no servirán para explicar las del mundo espiritual; que las cosas del mundo espiritual no pueden ser entendidas ni comprendidas por las del mundo natural; que uno no puede razonar las cosas del espíritu , porque en primera las cosas del espíritu no son suficientemente conocidas y comprendidas, y en segunda, porque la mente finita y la razón no pueden comprender ni explicar la sabiduría infinita y la verdad suprema.

Ya han comprendido que deben ser honestos, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos y hacer el bien a todos los hombres, y que si “hay algo virtuoso, bello, de buena reputación o digno de alabanza, a esto aspiramos”, estas enseñanzas las han escuchado desde pequeñitos. Ellos deben ser animados en toda forma apropiada a hacer estas cosas que saben son verdaderas, pero no hay necesidad de un curso anual de instrucción para hacerles creer y conocerlas.

Estos alumnos plenamente sienten el vacío de las enseñanzas que querrían hacer del plan del evangelio un mero sistema de ética; saben que las enseñanzas de Cristo están en el más alto nivel ético, pero también saben que son más que eso. Ellos verán que la ética se relaciona primordialmente con los hechos de esta vida, y que el hacer del evange­lio un mero sistema de ética es confesar una falta de fe, e incredulidad en el más allá. Saben que las enseñanzas del evangelio no solamente tocan esta vida, sino a la vida venidera, con su salvación y exaltación como meta final.

Estos alumnos tienen hambre y sed, tal como sus padres antes que ellos, de un testimonio de las cosas del espíritu y del más allá, y sabiendo que no se puede razonar la eternidad, buscan fe y el conocimiento que sigue a la fe. Ellos sienten mediante el espíritu que poseen, que el testimonio que buscan es engendrado y alimentado por el testimonio de otros, y que para obtener este testimonio que buscan —un testimonio vivo, ardiente y honesto de un hombre justo temeroso de Dios, de que Jesús es el Cristo y que José fue el profeta de Dios— esto equivaldría a más que mil libros y conferencias destinados a rebajar el evangelio a un sistema de ética, o que busca razonar la infinidad.

Hace dos mil años el Maestro dijo:

“¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra?
“¿O si le pide un pescado, le dará una ser­piente?” (Mateo 7:9-10).

Estos alumnos, nacidos en el convenio, pueden entender que la edad y la madurez y el entrena­miento intelectual en ningún sentido son necesarios para la comunión con el Señor y con su Espíritu. Ellos conocen la historia del joven Samuel en el templo; de Jesús a los doce años confundiendo a los doctores en el templo; de José a los catorce, viendo a Dios el Padre y al Hijo en una de las visiones más gloriosas jamás desplegadas ante el hombre. Ellos son como eran los corintios, de quienes Pablo dijo:

“Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía” (1 Cor. 3:2).
Son más bien como Pablo mismo declaró a los corintios:
“Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando yo fui hombre, dejé lo que era de niño” (1 Cor. 13:11).

Estos alumnos al venir a vosotros están esforzándose espiritualmente hacia una madurez que alcanzarán pronto si son alimentados con el alimento adecuado. Vienen a vosotros poseyendo conocimiento espiritual y experiencia que el mundo no conoce. Eso en cuanto a vuestros alumnos y lo que ellos son y lo que esperan y en cuanto a lo que son capaces. Os estoy diciendo algunas cosas que algunos de vosotros me habéis dicho a mí y que muchos de vuestros jóvenes me han dicho.

Ahora bien, ¿puedo decir algo a vosotros los maestros?
En primer lugar, no hay ni razón ni excusa para la existencia de nuestras facilidades para la enseñanza y entrenamiento, e instituciones religiosas a menos que los jóvenes sean enseñados y entrenados en los principios del evangelio, abarcando en ellos dos grandes elementos: que Jesús es el Cristo y que José fue el profeta de Dios. La enseñanza de un sistema de ética a los alumnos no es razón suficiente para hacer marchar a nuestros seminarios e insti­tutos. El enorme sistema de escuelas públicas enseña ética. A los alumnos de seminarios e institutos se les debe enseñar, naturalmente, los cánones comunes de una vida recta y buena, pues ellos son parte esencial del evangelio. Pero están los grandes principios involucrados en la vida eterna, el sacerdocio, la resurrección y muchos otros semejantes, que van más allá de los cánones del buen vivir. Estos grandes principios fundamentales también deben ser enseñados a los jóvenes; ya que esto es lo que los jóvenes quieren conocer primero.

El primer requisito de un maestro para enseñar estos principios, es un testimonio personal de su veracidad. Ni el número de años de estudio, ni lo que se haya estudiado, ni la cantidad de títulos obtenidos pueden reemplazar a este testimonio, el cual es el requisito absoluto del maestro en nuestro sistema de escuelas de la Iglesia. Ningún maestro que no posea un verdadero testimonio de la veraci­dad del evangelio tal como ha sido revelado y creí­do por los Santos de los Ultimos Días, que tampoco tenga un testimonio de la condición de Jesús como Hijo y como Mesías, y de la divina misión de José Smith, incluyendo la primera visión, debe tener cabida en el sistema educativo de la Iglesia. Si es que existe alguno así, yo espero y ruego que no lo haya, que renuncie inmediatamente y si el Comi­sionado Adjunto de Educación sabe de alguno y éste no renuncia, deberá pedirle su renuncia. La Primera Presidencia considera la necesidad de una poda.

Esto no significa que vayamos a expulsar de la Iglesia a tales maestros, no. Iniciaremos con ellos una obra de amor, con paciencia y longanimidad, para ganarlos al conocimiento al que tienen derecho los hombres y mujeres temerosos de Dios. Pero sí queremos recalcar que las escuelas de nuestra Iglesia no pueden ser equipadas con maestros que no están convertidos y que carecen de testimonio.

Mas para nosotros, maestros, la mera posesión de un testimonio no es suficiente. Además de esto debéis tener uno de los elementos más raros y pre­ciosos de todos los elementos del carácter humano: valor moral. Pues declarar vuestro testimonio sin valor moral, servirá solamente para que llegue a los alumnos tan débil que será difícil, si es que no resulta imposible, detectarlo; y el efecto espiritual y sicológico de un testimonio débil y vacilante puede resultar realmente dañino en lugar de útil.

El maestro de seminarios o institutos que cono­ce el éxito, debe poseer también otro de los raros e invalorables elementos de carácter, un hermano mellizo del valor moral que a menudo se debe confundir con él; me refiero al valor intelectual, el valor de defender los principios, las creencias y la fe que no siempre se1considera en armonía con el conocimiento, (científico o de algún otro tipo) aunque sus colegas crean que son ellos quienes real­mente poseen el conocimiento.
No son desconocidos los casos en los que algu­nos hombres de supuesta fe, ocupando posiciones de responsabilidad, han sentido que por el hecho de defender su fe podrían acarrearse el ridículo entre sus colegas incrédulos, y empiezan a modifi­car o rebajar su propia fe, y de esta manera la debilitan o aún pretenden desecharla. Los tales, son hipócritas para con sus colegas y para con sus correligionarios.

Objeto de piedad (no de burla como algunos creerían) es el hombre o mujer que teniendo la verdad y conociéndola, encuentra que es necesario repudiarla o someterse al error a fin de poder vivir entre los incrédulos sin someterse al rechazo de ellos según supone. Ciertamente trágica es la situación de este individuo pues el hecho es que tales descartes y sombras al fin acarrean los mismos castigos que su débil voluntad trató de evitar. No hay nada que el mundo valore y venere tanto, como al hombre que teniendo convicciones justas, las defiende en cualquier circunstancia; no hay nada hacia lo cual el mundo mire con más desprecio que al hombre que siendo poseedor de convicciones justas las abandona, se libera de ellas o las repudia. Para cualquier Santo de los Ultimos Días que es sicólogo, químico, físico, geólogo, arqueólogo o que está en cualquier otra rama de la ciencia, explicar o malinterpretar, o evadir y eludir, o lo que es más, repudiar o negar los grandes principios fundamentales de la Iglesia en la que profesa creer, es dar la mentira al intelecto, es perder su propio respeto, es traer pesar sobre sus amigos, es destrozar el corazón y acarrear vergüenza sobre sus padres, es ensuciar a la Iglesia y a sus miembros, es traicionar el respeto y el honor de aquellos a quienes ha buscado, por su curso, para ganar como amigos y ayudantes.
Espero y oro fervientemente, para que no haya tales entre los maestros del sistema educativo de la Iglesia, pero si los hay, no importa dónde, deben recorrer la misma ruta del maestro sin testimonio. El fingimiento, el pretexto, la evasión y la hipocresía no debe ni tiene lugar en el sistema educativo de la Iglesia, ni en el desarrollo del carácter y crecimiento espiritual de nuestros jóvenes.

Otro aspecto que debe ser vigilado en nuestras instituciones es este: No debe permitirse que haya hombres que mantengan posiciones de confianza espiritual, que no estando convertidos busquen desviar las creencias, educación y actividades de nuestros jóvenes y de nuestros adultos del camino que deben seguir, hacia otros senderos de educación, creencias y actividades, que (aunque llevando hacia donde el incrédulo querría ir) no nos llevan a los lugares donde el evangelio nos llevaría. Que esto obre como bálsamo para la conciencia del incrédu­lo que dirige, no tiene importancia. Es la más burda traición a la confianza; y hay demasiada razón para pensar que ha sucedido.

Deseo mencionar otra cosa que ha sucedido en otros aspectos, como advertencia para que no suce­da lo mismo en el sistema educativo de la Iglesia. En más de una ocasión nuestros miembros han ido a otros lugares para recibir entrenamiento en campos particulares; han tenido el entrenamiento que se supone es la última palabra, el punto de vista más moderno; luego lo han traído y lo han dosifica­do sobre nosotros sin ponerse a considerar si lo necesitamos o no. No quiero mencionar casos co­nocidos respecto a esto, ya que no me gustaría herir sentimiento alguno.

Pero antes de ensayar con nuevas ideas en cual­quier campo del pensamiento, de la educación, de la actividad o de lo que sea, los expertos deberían detenerse un momento y considerar que a pesar de que consideren que estamos muy atrasados en algu­nas cosas, en otras estamos muy adelantados, y por lo tanto estos métodos nuevos tal vez sean viejos, si es que ya no son del todo obsoletos.

Cualquier asunto que se relacione con la vida en la comunidad y con la actividad en general, a la diversión y entretenimiento limpios del grupo so­cial, y a la adoración y actividad religiosa cuidado­samente dirigida, a la espiritualidad positiva y bien definida que fomente la fe, a la religión práctica de cada día, la religión real, a un deseo firme y a la necesidad agudamente sentida de fe en Dios, vamos en marcha a la cabeza de la humanidad. Antes de hacer un esfuerzo para inocularnos con nuevas ideas, los expertos deberían tener la bondad de considerar si los métodos usados para fomentar el espíritu comunal o para establecer actividades reli­giosas entre grupos que son decadentes y tal vez muertos en cuanto a estas cosas, son suficientemen­te aplicables a nosotros y si su esfuerzo por imponerlos sobre nosotros no es más bien un anacronismo crudo y burdo.
Por ejemplo, aplicar a nuestros jóvenes religiosamente alertas y con una mente inclinada a lo espiritual, un plan dirigido a enseñar religión a la juventud no teniendo interés o preocupación en asuntos del espíritu, no solamente fracasaría en satisfacer nuestras necesidades religiosas presentes, sino que tendería a destruir las mejores cualidades que nuestros jóvenes poseen.

Ya he indicado que nuestros jóvenes no son espiritualmente unos niños; ellos marchan bien hacia la madurez espiritual normal del mundo. Tratarlos como niños espiritualmente, tal como el mundo podría tratar a otro grupo de jóvenes de la misma edad, es, por lo tanto, un anacronismo. Digo una vez más que hay muy pocos jóvenes que pasan por las puertas de vuestros seminarios e institutos que no hayan sido los beneficiarios Conscientes de ben­diciones espirituales, o que no hayan visto la efica­cia de la oración, o que no hayan sido testigos del poder de la fe para sanar enfermos, o que no hayan percibido las manifestaciones espirituales que el mundo en su mayoría ignora. Vosotros no tenéis que ubicaros detrás de estos jóvenes con experien­cia espiritual, a fin de susurrar religión en sus oídos; podéis ubicaros delante de ellos, cara a cara, y hablar con ellos. No tenéis necesidad de disfrazar las verdades religiosas con un manto de cosas mun­danas; podéis presentarles estas verdades naturalmente. Tal vez los jóvenes demuestren que no les temen más de lo que les teméis vosotros. No hay necesidad de encaramientos graduales, ni cuentos, ni mimos, ni apadrinamientos u otro recurso infan­til usado en los esfuerzos para hacerse entender por aquellos que no tienen experiencia espiritual y que están espiritualmente muertos.

Maestros, vosotros tenéis una gran misión. Como maestros os encontráis en el pico más alto de la educación, porque ninguna otra enseñanza puede compararse en valor inapreciable y en efecto de tan largo alcance con aquella que tiene que ver con el hombre como fue en la eternidad de ayer, tan largo alcance como es en la mortalidad de hoy y como será en el para siempre de mañana. Vuestro campo no es solamente el tiempo sino la eternidad. No sólo vuestra salvación, sino la de aquellos que entran a los confines de vuestras aulas. Esa es la bendición que vosotros buscáis y la cual, haciendo vuestra obra, lograréis. ¡Cuán brillante será vuestra corona de gloria, con cada alma salvada habrá una joya engarzada en ella!
Pero para alcanzar esta bendición y para ser coronado así, debéis, lo digo una vez más, debéis enseñar el evangelio. No tenéis Otra función y no tenéis otra razón para vuestra presencia en el siste­ma educativo de la Iglesia.

Tenéis interés en asuntos puramente culturales y en asuntos de conocimiento puramente secular; pero, repito otra vez a fin de dar énfasis, vuestro interés principal y casi vuestro único deber es ense­ñar el evangelio del Señor Jesucristo tal como ha sido revelado en estos los últimos días. Vosotros debéis enseñar este evangelio usando como fuente y autoridad los libros canónicos de la Iglesia y las palabras de aquellos a quienes Dios ha llamado para dirigir a su pueblo en esta época. Vosotros no de­béis, no importa la posición que ocupéis, introducir en vuestro trabajo vuestra propia filosofía particu­lar, no importa cuál sea su origen o cuán agradable o racional os parezca. . . Hacerlo sería tener mu­chas iglesias diferentes, tantas como seminarios, y eso produciría un caos.

No debéis, no importa la posición que ocupéis, cambiar los principios de la Iglesia ni modificarlos según son declarados en los libros canónicos de la Iglesia y por aquellos cuya autoridad es declarar la voluntad e intención del Señora la Iglesia. El Señor ha declarado que El es “el mismo ayer, hoy y para siempre” (D. y C. 20:12).

Os insto a no caer en ese error infantil, tan común ahora, de creer que meramente porque el hombre ha ido tan lejos en el dominio de las fuerzas de la naturaleza, doblegándolas para su propio uso, las verdades del espíritu han sido cambiadas o transformadas. Es un hecho vital y significativo que la conquista de las cosas del espíritu por parte del hombre no ha marchado a la par de su conquista en las cosas materiales. Todo lo opuesto parece ser la realidad. El poder que el hombre tiene para razonar no ha igualado su poder para suponer. Recordad siempre y guardad como un tesoro, la gran verdad de la oración de: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y Cristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Esta es una verdad suprema; también lo son todas las verdades espirituales. Ellas no son cambiadas por el descubrimiento de un elemento nuevo, ni por el acortamiento de unos pocos segundos, minutos u horas en un record de velocidad.

Vosotros no debéis enseñar las filosofías del mundo, antiguas o modernas, paganas o cristianas, pues ese es el campo de las escuelas públicas. Vues­tro único campo es el evangelio y ese es sin límites en su propia esfera.

Nosotros pagamos impuestos para sostener aquellas instituciones estatales cuya función y obra es enseñar las artes, las ciencias, la literatura, histo­ria, idiomas, etc., hasta completar todo el curso secular, de modo que estas instituciones deben ha­cer esta obra; pero usamos los diezmos de la Iglesia para llevar adelante el sistema de escuelas de la Iglesia y ellas reciben una encomienda santa. Los seminarios e institutos de la Iglesia deben enseñar el evangelio.

Al declarar así esta función una y otra vez, con tanta insistencia como lo he hecho, se aprecia plenamente que la realización de la función puede in­volucrar el asunto del tiempo otorgado para estudios religiosos, concedido por las escuelas públicas a los seminarios e institutos de la Iglesia en los Estados Unidos. Pero nuestro curso es claro, y si no podemos enseñar el evangelio, la doctrina de la Iglesia y los libros canónicos, todo ello en el “tiempo otorgado” en nuestros seminarios e institutos, entonces debemos enfrentar la posibilidad de no preocuparnos del “tiempo otorgado” y de elaborar otro plan para llevar adelante la obra del evangelio en esas instituciones. Si elaborar algún otro plan fuera imposible, enfrentaremos el aban­dono de los seminarios e institutos y el regreso a los colegios y academias de la Iglesia. A la luz de los acontecimientos, no hemos tenido necesidad de dejar a éstos; estamos justamente sobre este punto, es decir, que no nos sentiremos justificados en usar ni un centésimo más del fondo de diezmos para el mantenimiento de nuestros seminarios e instituciones a menos que ellos puedan ser usados para enseñar el evangelio en la forma prescrita. El diezmo representa demasiado esfuerzo, demasiada negación personal, demasiado sacrificio, demasiada fe, como para ser usado para la instrucción de los jóvenes de la Iglesia en ética elemental. Esta decisión y situación deben ser enfrentadas cuando se considere el próximo presupuesto. Al decir esto, estoy hablando por la Primera Presidencia.

Todo lo que se ha dicho en relación al carácter de la enseñanza religiosa y a tos resultados que se obtienen cuando se fracasa en enseñar adecuadamente el evangelio, se aplica con igual fuerza a los seminarios, a los institutos y a cualquier otra institución educativa que pertenezca al sistema educativo de la Iglesia.

La Primera Presidencia solicita fervientemente la ayuda sincera y la cooperación de todos vosotros, ya que conocéis tan bien la grandeza del problema que enfrentamos y que afecta tan íntimamente la salud espiritual y la salvación de nuestros jóvenes, así como el bienestar futuro de toda la Iglesia. Os necesitamos, la Iglesia os necesita, el Señor os necesita. No os refrenéis ni neguéis la mano de ayuda.

Para terminar, deseo rendir tributo humilde y sincero a los maestros. He tenido que pagar mis propios gastos de estudio, tanto de secundaria, pre­paratoria y universidad, sé de la dificultad y el sacrificio que esto demanda; pero sé también del crecimiento y satisfacción que viene cuando llegamos al final. De manera que aquí estoy con un conocimiento de cuantos, posiblemente la mayoría de vosotros, habéis llegado a vuestro estado presente. Durante algún tiempo traté, sin mucho éxito, de enseñar en la escuela, de manera que también conozco los sentimientos de aquellos que no alcanzamos el primer grado y debemos quedar en los más bajos. Conozco la compensación monetaria actual que obtenéis y cuán pequeña es, —demasiado, demasiado pequeña, y deseo desde lo profundo de mi corazón que pudiéramos hacerla mayor, pero la sa­lida de fondos de la Iglesia es tan grande para el campo de la educación, que honestamente debo decir que no hay perspectiva inmediata de mejoramiento. Nuestro presupuesto para este año escolar es de $860,000 (dólares), casi el diecisiete por ciento del total calculado para el funcionamiento de toda la Iglesia, incluyendo la administración general, gastos de estacas, barrios, ramas, misiones y para todos los fines, incluyendo el bienestar y caridades. Ciertamente, desearía sentirme seguro de que la prosperidad de la gente fuera lo suficiente como para que todos pagaran suficientes diezmos con el fin de mantenernos marchando en mejor forma en lo que estamos haciendo.

De manera que rindo tributo a vuestra aplicación, a vuestra lealtad, a vuestro sacrificio, a vuestra dedicada ansiedad de servir en la causa de la verdad, a vuestra fe en Dios y en su obra, y a vuestro sincero deseo de hacer las cosas que nuestro líder ordenado y Profeta quiere que hagáis. Y os imploro que no cometáis el error de desechar el consejo de vuestro líder, de fracasar en efectuar su deseo, o de rehusar seguir su dirección. David, el de la antigüedad, cortando en secreto solamente el borde de la túnica de Saúl, expresó el grito de un corazón herido: “Jehová me guarde de hacer tal cosa contra mi señor, el ungido de Jehová, que yo extienda mi mano contra él; porque es el ungido de Jehová” (1 Samuel 24:6).
Que Dios os bendiga en vuestros justos esfuerzos; que El avive vuestro entendimiento, aumente vuestra sabiduría, os ilumine mediante la experiencia, y os conceda paciencia, caridad y, como entre vuestros más preciosos dones, os invita con el discernimiento de espíritu para que ciertamente conozcáis el espíritu de rectitud y el que se le opone, según vengan a vosotros; que El os dé entrada a los corazones de aquellos a quienes enseñáis y luego os haga saber que al entrar allí estáis en lugares santos que no deben ser contaminados ni manchados sea por doctrina falsa o corrupta o por hechos pecaminosos; que El enriquezca vuestro conocimiento con la habilidad y el poder de enseñar la rectitud; que vuestra fe y vuestro testimonio aumenten, y también vuestra habilidad para animar y fomentar en otros a fin de que crezcan más cada día... todos los jóvenes de Sión puedan ser enseñados, fortalecidos, animados, consolados, para que no caigan al lado del camino sino que sigan hacia la vida eterna y que en estas bendiciones que vengan a ellos mediante vosotros, vosotros seáis así bendecidos en ellas. Y ruego todo esto en el nombre de El, que murió para que nosotros vivamos, el Hijo de Dios, el Redentor del mundo, Jesucristo. Amén.


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